sábado, 23 de mayo de 2009

CINE: ANGELES Y DEMONIOS

Secretos bien guardados y listos para usar

Con Angeles y demonios –suerte de precuela del mega tanque El código Da Vinci–, el director Ron Howard vuelve sobre los pasos del novelista Dan Brown. Sociedades secretas, conspiraciones palaciegas en el Vaticano y física teórica en un cóctel listo para el consumo de masas.

Por: Marcelo Pisarro

SECRETOS BIEN GUARDADOS y listos para usar. Con el estreno de Angeles y demonios, basada en la novela de Dan Brown, el director Ron Howard vuelve a las conspiraciones palaciegas en el Vaticano y física teórica en uncóctel listo para el consumo de masas.

Qué buena palabra que es spoilear. El neologismo viene de spoiler y se refiere al aguafiestas que revela detalles vitales de una trama. Si se extendiera su definición, o su uso coloquial, podría decirse que El código Da Vinci (2006), dirigida por Ron Howard en base a la novela homónima de Dan Brown, es probablemente una de las películas más spoileadas de la historia. Acaso sólo pueda ser superada en spoileadas por La pasión de Cristo (2004), de Mel Gibson, y aun así un lector comentó en la edición digital de una columna de Umberto Eco en L'espresso: "Querido Umberto, nunca te perdonaré que me hayas contado el final de la película".

Angeles y demonios, continuación cinematográfica y predecesora novelesca de El código Da Vinci, puede spoilearse mediante una serie de notas al pie de página de la industria cultural. Tras haberse enfrentado a Lara Croft en Tomb Raider (2001), la sociedad secreta de los Illuminati traza un nuevo plan: explotar el Vaticano con un frasquito de antimateria. Todo coincide: en el CERN enchufan el Gran Colisionador, en el Vaticano muere el Papa. Los fantasmas no son los de Solaris, surgidos del bosón de Higgs, sino los de El Padrino III, invocados por conspiraciones palaciegas y por un "tómese un té, Su Santidad". Los cuatro cardenales favoritos son secuestrados, el cónclave se reúne para echar humito blanco o gris sobre la multitud, la torpe Guardia Suiza no puede descifrar los misteriosos ambigramas. Llaman a Forrest Gump (Tom Hanks).

En el Vaticano detestan a Forrest Gump, pues anduvo diciendo que Jesús se revolcó con Mónica Bellucci y que Amélie Poulain es su descendiente. Pero Forrest tiene un aliado: Mark Renton (Ewan Mc Gregor), el yonqui de Trainspotting, que se desenganchó de la heroína, se puso sotana, maneja helicópteros y consiguió trabajo de camarlengo. Los Illuminati aman tanto los cataclismos como el melodrama, así que dejaron una serie de pistas para que Forrest las descubra mientras corre por las calles de Roma ("¡Corre, Forrest, corre!"). Al final Mark Renton se convierte en lo que fue desde el principio: mezcla entre Jack Bauer (24) y John McClane (Duro de matar). La explosión justifica el presupuesto. Toda buena película debe acabar con un ¡bum! Y luego, como anticlímax, Forrest y el nuevo Papa se guiñan el ojo: "¡Misión cumplida!". Salvaron a la Iglesia Católica, y eso quiere decir que han salvado al mundo.

Mientras todo esto sucede (no antes, no después, sino mientras tanto), el obispo más viejo del mundo, de 103 años, dice que la película es difamatoria, ofensiva y estúpida; luego un comunicado del Vaticano afirma que es "inofensiva" para la Iglesia Católica. Un prestigioso físico del CERN sostiene que la antimateria no se puede robar en un frasquito, que no puede explotar, que él no irá a ver la película. Los periódicos se hacen preguntas tan extrañas como: ¿Aumentará el turismo en Roma gracias a Angeles y demonios, tal como sucedió en Francia y Escocia gracias a El código Da Vinci?

Es más que una ocurrencia sobre los límites entre hechos empíricos y construcciones textuales. Todo esto sucede en lo que el situacionista Guy Debord llamó, hace medio siglo, "el cielo del espectáculo": la reconstrucción, por parte del capitalismo moderno, de la ilusión religiosa, en forma de espectáculos (encuentros deportivos, ciudades, shoppings, atentados terroristas, guerras, películas, shows artísticos) que ocupan, como una representación de sí mismos, todo aquello que antes era vivido directamente. "El espectáculo –escribió Debord– se presenta como una enorme positividad indiscutible e inaccesible. Dice solamente que lo que aparece es bueno, y lo que es bueno aparece". La tautología es tan críptica como los ambigramas con que juguetea Forrest: lo que ves es lo que hay, y lo que hay es lo que ves. En la sociedad del espectáculo no hay actores sino espectadores, y el espectáculo crea otros espectáculos de intervención y elección, incluso de oposición y rechazo. Ninguna novedad, diría Theodor Adorno. Ya todo ha sido previsto.

Probablemente aquellos que, en 2000, compraron la novela de Dan Brown, sólo compraron un libro que les llamó la atención o que juzgaron atractivo. Pero quienes, casi una década más tarde, deciden si quieren ver, o no, la versión cinematográfica, forman parte de un fenómeno diferente. La mercancía que es capaz de producir su propio contexto, un contexto que convierte cada cosa que toca en parte de ese mismo contexto, y que dramatiza un espectáculo de elección, donde la decisión de ver una película, de no verla, de alertar a otras personas para que la ignoren o difundan sus hipótesis, se convierte en una disposición que involucra a la moral, la religión, la tradición, la política, el mercado y los límites del discurso público. Hace casi noventa años, el sociólogo francés Marcel Mauss hubiese hablado de un "hecho social total", aquellos fenómenos sociales donde se expresan a la vez instituciones jurídicas, económicas, religiosas, estéticas, morfológicas, y más, donde lo que está en juego es más que un intercambio material (este collar por aquel otro, estos billetes por un ticket); lo que está en juego, como espectáculo de decisión y empatía, es el destino de la propia sociedad.

Y de todos modos, no funcionó. Angeles y demonios no fue capaz de repetir el contexto generado por El código Da Vinci, la clase de cacofonía que produce boicots para defender a la iglesia de los blasfemos, o noticias tan curiosas como las protestas de una asociación de albinos. También produjo una oleada de documentales develando conspiraciones, tratados académicos explicando "errores", novelas cuyas tapas anuncian, palabras más o menos: "Un asesinato, un documento milenario y un secreto que puede cambiar la historia de la Humanidad". Es imposible determinar los límites del hecho social total, los limites del contexto de la baratija de mercado, pero hoy, en las mesas de saldos de Av. Corrientes, se ven libros sobre los cátaros y los joaquinistas al lado de recetarios de cocina. Y todo esto, de alguna manera, forma parte de la película. Del "mientras tanto".

Quizás no funcionó con Angeles y demonios porque una misma figurita no asusta dos veces; o porque la vagina de María Magdalena y los chafados albinos del Opus Dei son más interesantes que la antimateria y los Iluminados de Baviera; o porque bastó una palabra del Vaticano para romper el encanto: "inofensiva".

A diferencia de Angeles y demonios, inofensiva, El código Da Vinci generó ese momento mágico en que la industria cultural, la industria del entretenimiento, la factoría de símbolos que son vendidos y comprados como nuevas verdades y nuevas mentiras, rebasa sus límites y crea nuevos hechos sociales, nuevos circuitos, nuevas conversaciones y nuevas discusiones públicas. Por lo demás, una y otra película son todo lo absurdas, solemnes, chatas y tediosas que pueden serlo. Y una y otra se pueden ver de buena gana si un domingo lluvioso las pasan por la tele.

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