Los herederos del rey de los muñecos piden revancha
La trastienda del oficio, el recuerdo de su ídolo y la relación de amor con el objeto se suceden en el relato de los miembros de uno de los gremios más encantadores de Buenos Aires. “De golpe empecé a hablar conmigo mismo”, recuerdan.
Por Facundo García
¿Qué habrá sido de Chirolita? Ya van diez años sin Mister Chasman; y mientras el Círculo de Ventrílocuos Argentinos (Civear) prepara conmemoraciones, pocos saben adónde ha ido a parar el que fuera uno de los personajes más célebres del país. Una charla telefónica resuelve parcialmente el enigma. “Está en la caja de seguridad de un banco”, informa una allegada a la familia del artista. El encierro, admite, ha sido por fuerza mayor. “Cuando Chasman vivía se lo robaron dos veces y le pidieron rescate –desliza la mujer, que pide mantener su identidad bajo reserva–. Sabían que iba a pagarlo porque lo había tenido a su lado desde los doce o trece años. En una de ésas, después de llevarse el dinero, se lo dejaron tirado en la fuente que está frente al Zoológico de Palermo. ¿A vos te parece? ¡Chirola es de papel maché, podría haberse arruinado! Pero lo salvamos.” En otro punto de la ciudad, varios cultores del arte de dar vida a los tipejos piden por la liberación de la reliquia y sugieren que se la coloque en un museo. Así, entre revelaciones, debates y vocecitas roncas, comienza el contacto con los dimes y diretes de uno de los gremios más encantadores de Buenos Aires.
El círculo
“El silencio de un muñeco”, una investigación del periodista Emilio Fernández Cicco publicada en Gatopardo, confirmó hace ya un tiempo la actualidad sombría de Chirola. La noticia no hizo que sus congéneres se llamen al silencio, sino más bien lo contrario. El primer lunes de cada mes, a las 19.30, el Civear se reúne para intercambiar los secretos del oficio. “Si llegás tarde te mandamos a Chucky. Mirá que con ése no se jode”, bromean los showmen. Son especiales, claro. De hecho, en el mundo hay una sola institución comparable a la entidad que los agrupa por estos pagos, y responde a la mucho más comercial cofradía de Las Vegas, en Estados Unidos.
Los de acá son más bohemios. Cargan biografías estrambóticas y se la pasan mentando referentes olvidados, que recuperan su estatura en su mesa de bar. La mayoría resalta que buscaba algo muy íntimo cuando descubrió su alter ego. Hernán García, por ejemplo, fue a un fabricante llevando una foto de su padre y pidió que le hicieran un modelo que tuviera esos rasgos. Ahora lo controla, feliz. Otros, como Mariano Giménez –contador público que cada tanto dialoga con su amiguito Vicente–, encuentran en ese miniespacio dramático una válvula de escape para liberar las energías que se acumulan de lunes a viernes.
Miguel Angel Lembo, presidente de la asociación, evoca su segundo nacimiento: “De golpe empecé a hablar conmigo mismo. Me pasaba sobre todo cuando iba en auto. En los semáforos la gente me veía chamuyando solo. En el intento de evitar la chifladura, imaginé que me comunicaba con un muñeco y le dije que ya nos íbamos a conocer. Hicimos un pacto en el que decidimos que nos íbamos a aceptar tal como fuéramos. Cuando al final abrí la caja y me miró, y me dijo ‘ya sé, no te gusto, pero vos tampoco sos Alain Delon’. Ahí surgió Pascualito”.
El encuentro de Javier Villoldo con Jaimito fue bien diferente, y ya es un clásico del anecdotario. Su papá –un exponente destacado del rubro–- falleció tempranamente y él creció sin conocer adónde había ido a parar la herramienta de trabajo del viejo. Ya más grande, un conocido lo ubicó para legarle el ansiado muñeco. “Le destapé la cabeza y noté que adentro había un papelito incrustado. Lo saqué y vi que era una carta. ‘Qué tal. Calculo que esto te va a llegar cuando tengas 17 o 18 años. Soy yo, tu papá, estoy en el más allá, buuu. No, mentira. No te asustes. Quiero contarte algunas claves de esto.’” Fue el inicio de un trabajo con el que el heredero mantiene su hogar hasta hoy.
Si hay química, la dupla puede durar para siempre. “Como a Chasman, a mí también me pasó que me robaron al primer Trabuquito –evoca Gorosito, uno de los más experimentados de la cancha–. Tuve que conseguir otro, y la macana es que no me podía acostumbrar. Debió pasar un año para que volviera la confianza, y lo que hice fue llenar al nuevo con el alma del de antes.” Dicen que, salvo casos muy puntuales, el ventrílocuo que se va lleva consigo al partenaire. De ahí que casi todos se opongan a que Chirolita vuelva a los escenarios sobre otras rodillas. “Es que era el ‘otro yo’ de Chasman. No se lo puede revivir ni reemplazar ni convertirlo en fetiche”, insisten.
Y no es únicamente el objeto el que cambia de acuerdo a quien lo manipula. Antonio Foti confiesa estar sufriendo el fenómeno inverso. “Me compré éste –señala a su compañero–. No hay uno que no me pregunte si me salió muy caro el encargo. Piensan que lo mandé a hacer parecido a mí. Y no, lo elegí en un comercio, sin interesarme para nada en que fuera mi doble. Tengo la impresión de que de tanto interpretarlo nos hemos terminado por mimetizar.”
Familia y tradición
A diferencia de lo que pasa con la magia, la ventriloquía genera ilusión sin engaño. ¿Por qué eso que se mueve da la impresión de estar vivo? Simple: porque lo está. Los que llevan años en la disciplina coinciden en que ese apéndice que llevan en andas se va convirtiendo en un anexo de la propia personalidad. “Y de la familia”, añade Adrián González, ejecutivo de una multinacional que no se aleja del Negro Jaime ni cuando duerme. Se sabe que muchos hijos de ventrílocuos sienten celos al tener que competir con un “hermanito” de papel maché. Lo sostienen quienes conocen de cerca a la familia de Chasman y lo refuerza el propio González: “Este bicho es un pariente más. En las fiestas familiares te piden que lo saques y hasta empieza a haber conocidos que te apodan con su nombre”. Para colmo, entre los del palo se estila denominar a los monigotes justamente así, “hijos”.
El vicio, encima, suele ser contagioso. Sair tiene sólo ocho años y hacía rato que se fascinaba con la rutina de ventriloquía de su hermano, el Mago Alé. Un día se despertó y lo estaba esperando Luchito, su petiso articulado. Juntos son el doblete más joven del grupo y varios vaticinan que llegarán muy lejos. ¿Que cómo es Luchito? “Medio zarpado con las chicas”, contesta él mismo, justo antes de que su dueño agregue que es difícil sacarlo a la calle porque las caminantes lo hipnotizan. La mamá de Sair, Jesús Rivera, se dedica a fabricar esas caras y cuerpos destinados a despertar asombro. “A cada uno le pongo un número para asegurar que es único y que lo hice pensando en darle un espíritu particular”, detalla. La prole del payaso Merequeté va por la misma senda. Fabrican, animan fiestas infantiles y últimamente están estrenando un Circo de Marionetas. El patriarca tiene treinta y dos años. Su hija Daiana, de once, aprende de los más grandes. Juega y hace hablar a Yanina, una muñeca móvil que va al jardín de infantes. Esta, a su vez, juega con otras más pequeñas, que asimismo se entretienen con otras. Y así hasta el infinito.
Nada personal
El episodio de Alfred Hitchcock Presenta se emitió en 1956 y se llama “El fin de Riabouchinska”. Basado en un cuento de Ray Bradbury, el guión pone en el centro de la escena a un señor tímido, que relata a través de su “dama de madera” lo que diversas circunstancias le obligan a callar. Entre las bambalinas del vodevil, la esposa del protagonista comienza a sentir unos celos que con el desarrollo de la trama resultarán estar más que justificados. ¿Un argumento delirante? Quizá. No obstante, refleja punto por punto lo que preocupa a Charly Domínguez.
Charly es flaco, alto y peina un jopo feroz. Hasta ahí todo más o menos corriente. El tema es que jura tener sueños eróticos con Rosita. “Mirá estas fotos de hace veinte años –se deshace en explicaciones el hombre–. ¿Ves? Era una niña y ha ido creciendo. La fui modificando yo. ¡Yo! Si tantos atorrantes tratan a las mujeres como un objeto, ¿por qué está tan mal que yo trate a un objeto como si fuera una mujer?”
Domínguez es uno de los últimos resabios de una estirpe en extinción, la de los ventrílocuos cabareteros. Recorrió el país desde los puertos más australes a los piringundines del Noroeste. En todas partes encontró un salón de alfombras gruesas, focos rojos, mujeres bailando y copas de whisky; el ámbito ideal para que su voluptuosa acompañante hiciera de las suyas. “A veces salís a las cuatro de la mañana y no hay público. Ahí aprovecho para que Rosita les haga bromas a las chicas. Qué sé yo, les hacés un poco la pata.” ¿Y cómo se hace para contar chistes después de que los parroquianos han visto un buen rato de baile del caño? “¡Eso no es nada! En un boliche rural que se llamaba El Dado Rojo había un show de un tipo que se subía al escenario con un caballo. (No demos más precisiones para no perder la elegancia.) La cosa es que a mí me tocaba a continuación de ese número. ¿Qué carajo me quedaba por hacer después de eso? ¡Nada! Había que preguntarle cualquier gilada a la muñeca, ‘¿te gustan los caballos?”
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