Por Mariano Kairuz
Un dato trivial pero ineludible para futuras actualizaciones del tomo Kiss-Kiss Bang Bang! The Unofficial James Bond Companion: a pesar de que la primera chica Bond ucraniana es mucho menos kiss-kiss que bang-bang (hay, y que esto valga menos como denuncia que como observación asombrada, apenas un beso con 007), la destellante aparición de Olga Kurylenko en Quantum of Solace provocó alguna reacciones airadas en el Este del mundo, con alguna organización partidaria del viejo comunismo tomándose el trabajo de emitir desde San Petersburgo un comunicado público en el que se la acusa de “traición intelectual y moral”, de “protagonizar otra película acerca del enemigo del pueblo soviético”. Pero Olga no cree en lágrimas, en especial ahora: éste es su año. Desde el 14 de noviembre pasado, día de su cumpleaños número 29, está en los cines de todo el mundo, dando su salto definitivo de las tapas de Elle y Vogue a las de revistas de chicas y de películas, y dando entrevistas por todas partes. Entrevistas en las que cuenta un poco, pero sin abusar, de su historia de niña pobre nacida en Berdyansk y criada en un amontonamiento de madre, tíos, abuelos y primos en un estrecho departamento de espacios soviéticamente delimitados; y también de suéteres remendados a mano y de cuando un promotor de modelos la descubrió “por accidente” en Moscú a los 13, y de su viaje a París a los 16 con pasaje sólo de ida.
También habla, un poco, de sus películas, aunque todavía el camino a seguir sea una incógnita. Hace tres años pareció salir de la nada haciendo un par de películas francesas y convirtiéndose en una vampiresa –con esos ojos y esos labios carnívoros– en el film colectivo Paris je t’aime. Y este año fue la damisela-en-peligro-y-peligrosa en tres de acción de Hollywood. Dos desafortunadas adaptaciones de videojuegos (Hitman y la todavía en cartel Max Payne, donde su personaje es liquidado a los 10 minutos) y, claro, la entrada oficial núme-
ro 22 de 007, donde es una agente del servicio secreto boliviano con la cabeza puesta en un único objetivo: vengar el abuso y la muerte de su madre, su hermana y su padre (que trabajó para la junta militar y que “fue un hombre muy cruel, pero era mi padre”) a manos del general golpista Medrano. Tan enfrascada en su obsesión está la despampanante bond-girl ruso-boliviana que, lo dicho, mucho bang bang y casi nada de kiss kiss. La infaltable escena de cama queda para la no menos encantadora pero fugaz Miss Fields (atención a Gemma Arterton, inglesa, 22 años, recién llegada al cine, a punto de volver en la nueva de Guy Ritchie), que es otro tipo de chica Bond –quizá incluso la señorita Emma Peel que el cine no encuentra hace rato– y termina su corta vida empetrolada al estilo Goldfinger (¿Dedos de oro-negro?). Pero volviendo a Olga, no puede dejar de notarse que un destino un poco siniestro une a sus tres personajes de 2008: sus femmes fatales han sido víctimas de hombres bestiales (mafia rusa o dictador boliviano asociado con una compañía internacional del Mal) y tan perdidas andan que, en Hitman y Max Payne, se ofrece como prenda sexual con absoluta entrega y es re-cha-za-da casi con desprecio por sus respectivos protagonistas. Su próxima película es una producción israelí en la que, parece, le toca hacer de prostituta forzada a convertirse en asesina. Será su karma de chica ucraniana que trabaja para “el enemigo de su pueblo”. En todo caso, y si no la aguarda nada mejor, nos quedaremos con la imagen de la espía que vino del frío y nos dejó –al desierto boliviano, a 007 que se queda con las ganas, y a todo el cada día más frígido cine de acción occidental– en llamas.
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