domingo, 6 de diciembre de 2009

David Hockney, el perseguidor del sol



A BIGGER SPLASH, 1967, óleo sobre tela 242 x 243 cm.

Es uno de los artistas británicos más influyentes de los últimos 50 años. A los 72, activo como nunca, habla aquí de su romance con la naturaleza, de su pintura, del cigarrillo y de las ventajas de la sordera.

Por: Tim Adams

EL PINTOR delante de una obra suya de 1970: “Mr. and Mrs. Clark and Percy”.

David Hockney ha pasado el verano tendido en su cama en Bridlington, la respues­ta de East Yorkshire a Malibú, y tratando de captar la salida del sol sobre la bahía con su iPhone. Uti­liza un programa llamado Brushes y su dedo pulgar. Cuando termina un dibujo lo manda a unos veinte amigos, directamente por correo electrónico. En sus días buenos cada uno de sus amigos puede recibir antes del desayuno media docena de obras originales del ar­tista británico más querido.

¿Y esas obras son adecuada­mente apreciadas?
Bueno, creo que sí. Algunos me han dicho que si ven un mail mío en su correo, saben que no tienen que contestarlo porque es un po­co de puro placer y además, gratis. Supongo que así está bien.
Pero ahora ha dejado de hacer­lo, dice, porque ya no puede ver el sol otoñal desde la ventana de su dormitorio, y "para hacer las tomas tendría que levantarme y cruzar la carretera, y ya no sería igual".

La vida que hace Hockney aho­ra puede sonar como un retiro –esbozar cielos rosados, echado en su cama en lo que alguna vez fue una pensión frente al mar–, pero mejor no engañarse con esa apariencia. A los 72 años, el artista está más activo que nunca. Acaba de inaugurar en Nueva York una muestra de sus épicos paisajes; además, el sábado pasado abrió en Londres una retrospectiva muy importante en la nueva galería No­ttingham Contemporary. Y ya está preparando la muestra más ambi­ciosa de su vida. Será en 2012, por­que la Royal Academy de Londres lo ha invitado a llenar toda la ga­lería para el año Olímpico. "Estas cosas me mantienen joven", dice. Las personas que suelen visitarlo en Bridlington son despertadas siempre antes del alba para acom­pañarlo a contemplar cómo empie­za a caer la luz sobre determinado grupo de árboles. Esa es la obse­sión de su obra más reciente.

Los dibujos en iPhone son otra de las diversiones del artista: en cierto modo, una continuación de sus a veces brillantes experimen­tos con faxes, fotocopias y cámaras Polaroid. Todo esto forma parte de su incansable necesidad de descu­brir nuevas maneras de mirar y de dibujar.

Me encontré con Hockney en el estudio que tiene desde comien­zos de los años 70 en Kensington, en la parte oeste de Londres. No trabaja mucho aquí –el estudio no tiene para él los atractivos de Bridlington o de Beverly Hills, lugares entre los que divide su tiempo–, pero la sala está llena de dibujos y pinturas colgados en las paredes. Come con apetito la tor­ta de manzana, bebe su té, acerca un paquete de cigarrillos y habla en primer lugar de su regreso al hogar.

Alguna vez dijo que emigró a California en los 60 porque ofrecía "sol, mar y sexo". Aunque tradicio­nalmente Bridlington sólo puede garantizar una de esas cosas, él elogia el lugar con el mismo en­tusiasmo.

La primera vez regresó cuando su madre ya estaba envejeciendo –murió hace 10 años, a los 99– y compró para ella la casa en la que ahora él vive, para que la compar­tiera con su hermana, que se dedi­ca al cultivo de hierbas. Hockney se reservó un estudio en el altillo, y durante las visitas que hacía desde los Estados Unidos empe­zó a pintar algunos de los paisajes que había contemplado desde su infancia.

Hockney creció en Bradford, pero en los veranos trabajaba cer­ca de la costa, en una granja, "Lo único que hacía era apilar las par­vas de trigo, y también recorría la zona en bicicleta". Las cosas no han cambiado mucho. "Realmen­te, todo está como en los años 50", dice. "West Yorkshire está llena de automóviles, pero donde nosotros estamos se puede manejar horas y horas sin ver ni un alma".

También acostumbraba llevar a su madre en algunos de esos viajes por los caminos, para ver a dónde iban a parar, y siempre des­cubría algo en el paisaje, que ya se había convertido en su tema. Tal vez Hockney ya fuese un hombre mayor. Esa vivencia tenía mucho que ver con las estaciones –que siempre añoró en California– y también con cierta sensación de circularidad, retorno y mortali­dad. Después de la muerte de su madre jamás hubiera imaginado que sentiría deseos de volver con tanta frecuencia, pero "las cosas se dieron así", concluye.

Hockney comparte la casa con su compañero desde hace 20 años, John Fitzherbert, y con su asistente, Jean-Pierre Gonçal­ves de Lima, un ex acordeonista. "Jean-Pierre –comenta Hockney– es posiblemente el único parisino que ha cambiado su ciudad por Bridlington. Aquí todo le fascina. No es un lugar muy próspero; la gente vive modestamente, pero tiene conciencia de que es un lu­gar muy raro. Nosotros también nos damos cuenta".

El deseo de Hockney de vivir en una relativa soledad se debe, en parte, a la sordera hereditaria con la que ha luchado durante los últi­mos 30 años. Como tiene buenos aparatos de tecnología digital, pue­de sostener bien una conversación con una sola persona. Pero en un restaurante, está perdido. Como los espectadores del filme de 1974 A Bigger Splash , Hockney tuvo una buena sociabilidad temprana­mente, y es un hombre que tiene una vivencia inteligente y modesta de su propia buena fortuna. "No está bien decir que yo quisiera po­der salir más, porque no puedo", dice con una mueca. "Pero no me preocupo demasiado por eso".

Su sordera tiene compensa­ciones. El cree que ha modificado su manera de percibir el espa­cio y que le ha dado un sentido más agudo de la luz y la sombra. "Siempre me impresionó que Pi­casso no tuviera ningún interés por la música –dice–. Picasso era sordo para los tonos. Pero tenía una captación increíble de la to­nalidad al dibujar, un sentido del claroscuro. Tal vez no haya sido capaz de escucharlos, pero podía ver más tonos que la mayoría de las personas."

Picasso sigue siendo una pie­dra de toque para Hockney, sobre todo su obra tardía; y a medida que envejece, la ve cada vez más claramente. "Yo asistí en 1973 a la muestra original de sus últimas pinturas en Avignon –relata–, fui con Douglas Cooper, que era casi un experto en Picasso. El me decía que los cuadros eran terri­bles, pero yo dije que me gustaría entrar, de todos modos. Así que entramos y Douglas insistía una y otra vez en decirme que la obra era mala. Hasta que finalmente le pregunté: '¿No te molesta si doy una vuelta solo?' Así que miré la muestra durante un rato. Y des­pués volví adonde estaba Douglas y le dije: 'Tal vez no te interesen, pero estos cuadros son sobre la vejez'. Había una pintura de un tipo viejo, con las piernas torcidas, los testículos casi tocando el piso, mientras una mujer trataba de sostenerlo. Yo dije que a estos temas sólo los han abordado los grandes: Rembrandt, Van Gogh. Pero jamás los hubiéramos visto en Andy Warhol".
Probablemente Hockney nunca lo admitiría, pero es evidente en cuál de estos campos preferiría ser visto. Desde que empezó su vinculación indirecta con el arte pop, lo han perseguido con alusiones críticas a su alegría y desenfado, como si eso fuera una falla mortífera. Robert Hughes dijo alguna vez que era "el Cole Porter del arte contemporáneo", un epíteto que su obra posterior desmiente. A Hockney no le asusta el color. "Lo opuesto del color ¿qué es?", pregunta. Y responde: la oscuridad, la lobreguez. ¿Es posible que alguien quiera tener o ver eso? Pero los paisajes de Yorkshire, llenos de inesperados tonos de anaranjado y púrpura, son para él un desafío para encontrar el color en lugares inesperados. "Hasta en el invierno de aquí hay mucho más color de lo que uno cree, sólo hay que saber cómo mirar", dice.

Sorprende ese heroico optimismo repentino de Hockney, que se levanta desafiante contra el fondo de su escepticismo innato. Como sus amigos pueden atestiguar, es muy posible que se hunda en ciertas irritaciones: la más permanente es la prohibición de fumar, a la que se opone con apasionada obstinación; pero aun cuando está sumido en las profundidades de estas obsesiones, una sonrisa le baila en la boca y en los ojos. Es eso lo que, junto con algunas otras cosas, produce siempre la impresión de que su carrera es una especie de permanente juerga.
"A medida que uno envejece –dice–, se hace un poco más difícil mantener la espontaneidad, pero yo me esfuerzo por lograrlo". Con este fin, siempre fue afecto a las excursiones. Cuando niño, acostumbraba vagabundear con su hermano John, con la esperanza de que su vecino, que pasaba en automóvil, los llevara a dar una vuelta, tal vez a la ciudad-spa de Harrogate. El desvaído erotismo de los spas –tema de algunos de sus primeros cuadros– no lo ha abandonado. Regularmente toma el ferry desde Hull a Zeebrugge, para visitar los baños en Baden-Baden. Esa excursión ha llegado a ser una especie de sustituto de sus felices días en piscinas de Hollywood. Le gusta conducir porque, dice, "es una manera de estar en el propio espacio privado. Yo evito el público porque actualmente el público inglés es demasiado agresivo para mí".
Aun así, las excursiones le sirven a veces para recordarle por qué se fue de Inglaterra en primer lugar: "esa mezquindad de espíritu", dice. "La última vez que fuimos al extranjero, volvíamos por Dover y recordé que Cyril Connolly, dijo que cada vez que volvía de Francia a Inglaterra levantaba la vista hacia los acantilados y escuchaba la voz del director de su colegio bramando: 'Borre esa sonrisa de su rostro, Connolly'. Yo también siento siempre algo así".
Desde luego, ese pensamiento lo empuja a una de sus intermitentes peroratas en contra de los antifumadores, interrumpida de vez en cuando por las pitadas a su cigarrillo. "La causa de la muerte es el nacimiento, y en nuestro camino hacia allá podríamos querer disfrutar de algunas cosas..."

¿Recuerda cuándo fumó por primera vez?
Y, tendría ocho o nueve años. Pero después he fumado regularmente durante 55 años. No veo una razón para parar ahora. En Gran Bretaña las cosas andan mal, me parece. Estamos en manos de médico-fascistas que quieren que vivamos en clínicas libres de gérmenes...

Lo que Hockney más añora de California son sus viajes por las carreteras. "Llegué a amar el desierto –comenta–, la gente que vive allí es independiente y chiflada. Recuerdo haber manejado a través del desierto escuchando el Mesías, de Haendel, a todo volumen, y pensando: 'Esta música es formidable en el desierto'. Pero después de todo, todas las religiones han nacido en el desierto. Un tipo sentado sobre la superficie desnuda de la Tierra, contemplando el Cosmos".

Hockney fue criado como feligrés de la iglesia metodista, pero hace mucho tiempo que la dejó. "Sin embargo, no soy anti-religioso –dice–. De hecho, creo que vamos a pagar un precio muy alto por la declinación de la religión. Fue por eso que el movimiento Verde pudo despegar, creo, Es casi una religión, me parece. los verdes dicen que el Apocalipsis caerá sobre nosotros por causa de nuestra mala conducta, de nuestro mal comportamiento. Cuando oigo esas palabras pienso: "Otra vez con lo mismo".

Sus pinturas, sobre todo sus pinturas de árboles (algunos de los cuadros miden 13 cm en diagonal, y han sido hechos a partir de una serie de lienzos portátiles más pequeños, en los que puede trabajar al aire libre) parecen una de las mejores representaciones de experiencias extracorporales, parecen una forma de meditación. ¿En qué piensa cuando se sienta a pintar en esos bosques de Yorkshire?

Cuando uno mira realmente la naturaleza, como yo he estado haciendo, quiero decir realmente mirando, entonces uno se da cuenta rápidamente de que somos apenas insectos, estúpidas pequeñas criaturas. Y a uno lo invade un poco de humildad. Hace poco cortaron algunos de los árboles que yo había estado dibujando. Al principio me enojé, pero después uno comprende que tiene otro tema: ¿está muerto el árbol? Si uno lo piensa, la madera está siempre viva.

Usted fue siempre un artista del verano. ¿Qué estación prefiere ahora?
Actualmente he descubierto que al final de una estación uno está mucho mejor preparado para la siguiente. En parte eso tiene que ver con la oportunidad. En Bridlington uno tiene solo siete horas por día para pintar; pero en verano tiene dieciocho.

No hace mucho una de sus excursiones lo llevó a la punta más lejana de Noruega, donde nunca oscurece. "Hay un lugar en el que uno puede contemplar el sol a medianoche, que es como el borde del mundo. Uno sube allí, en medio de esa niebla y ve que mucha gente camina en silencio hasta allí."

Mientras estaba en Noruega fue a ver un cuadro de Edvard Munch de la salida del sol en Oslo. Quedó fascinado por la mecánica. "Había obtenido líneas que las cámaras nunca podrían ver, pero nosotros podíamos. Y por supuesto también en Oslo en junio, Munch podía mirar el sol durante mucho más tiempo que Van Gogh en Arlés. O hasta Hockney en Bridlington. El dice que piensa pintar un crepúsculo matutino "muy grande", para la muestra de la Royal Academy. Los cuadros del iPhone forman parte de su exploración para llegar a eso. En Hockney siempre hubo una debilidad por el romanticismo de Casper David Friedrich; pero ¿acaso está abordando su nueva aurora con alguna trepidación?

"Yo tengo plena conciencia de que la mayoría de los cuadros de la salida del sol son clichés, pero también sé que en la naturaleza una salida del sol nunca es un cliché", afirma. Y agrega: "Ese es el desafío".

¿Hasta qué punto ese esfuerzo se percibe como una furia contra la desaparición de la luz?
En realidad, creo que yo tengo más energía ahora que la que tenía hace 10 años. Siempre subiré las escaleras corriendo, especialmente para buscar un cigarrillo.

No hay comentarios: