Juventud sin juventud
Por Mariano Kairuz
Ahora que llevaba un tiempo desaparecida del cine –del cine que llega hasta nosotros, porque no paró de filmar producciones medianas y pequeñas– podrá parecer que no, pero hubo un momento en que Brittany Murphy podría, con su simpatía y su ligereza, con ese espíritu de risa franca y un poco fumona que era su cara más conocida, haber reemplazado en sus comedias a Kate Hudson, o a Winona Ryder cuando actuó junto a Adam Sandler, o tal vez incluso a Drew Barrymore. Todo lo cual, si se lo piensa un poco, apunta, además de a su soleado ánimo natural, a cierta locura.
Y eso fue lo que vieron en su etapa de mayor exposición hollywoodense directores, productores y responsables de casting: una chica para meter entre paredes acolchadas. Primero fue Daisy, una de las internas de Inocencia interrumpida (y no cualquiera: una con un interés particular en pollos rostizados y laxantes); un par de años después, en el thriller Ni una palabra era la chica también “institucionalizada” en cuya inestable mente estaba encriptada la clave numérica de acceso a un valioso diamante rojo codiciado por los malos de la película. Apenas antes había hecho una remake para televisión de un film de los ‘60, David & Lisa, donde interpretaba a otra aparente chiflada, esta vez de personalidad dividida y que sólo habla en rima. Y no mucho después fue, primero, la chica drogona de Mickey Rourke en la película independiente Spun y después la novia de Eminem en 8 Mile, dos papeles que requirieron como mínimo la capacidad de sugerir un paseo por el filo de la psicosis o alguna otra patología complicada.
Unos años atrás, en Hollywood circulaba una grabación en la que Brittany aparecía como una suerte de reencarnación de Janis Joplin, saltando descontrolada sobre los muebles, gesticulando a lo bestia y entonando una versión tristísima de “Me and Bobby McGee”. Ese torbellino de unos pocos minutos era una prueba de cámara para una biopic sobre Joplin que al final no fue, pero la energía que transmitía le ganó varios de sus papeles siguientes. Los de loca.
Robert Rodriguez vio otra cosa en ella: una actitud de bomba sexual y letal en envase menudo, un poco como el de Rose McGowan (la ex de Marilyn Manson, protagonista de Planet Terror y ahora esposa de Rodriguez). Convencido de su potencial explosivo –como antes lo estuvo de Salma Hayek, a quien hizo parecer enorme caminando semidesnuda por la barra de una taberna de mala muerte, a pesar de su 1,57 de estatura–, Rodriguez metió a Brittany en un personaje breve pero de gran intensidad en su jauría de femme fatales de comic para Sin City, blanco y negro digital y algo lisérgico.
Pero ahora que Brittany murió, inesperadamente –el domingo pasado a la mañana, por un paro cardíaco de causas que todavía no se dieron a conocer–, a los 32 años, mientras corren rumores maliciosos –es decir, los que hablan de un daño autoinfligido, por adicciones químicas o severos desórdenes alimentarios–, emergen los testimonios que rescatan su normalidad: el de su viudo, el cineasta británico Simon Monjack; el de la madre de ella, que hizo las valijas inmediatamente y se mudó con ella a California cuando su hija le hizo saber que quería probar suerte en Hollywood; el de su representante, un poco antes de su muerte, que insistió en negar que a ella la hubieran echado del rodaje de un thriller llamado The Caller (del cual efectivamente se desvinculó una vez empezado) por “mal comportamiento”; y el de su padre, un mafioso italiano de poca monta, que expresó su amor por ella y lamentó haberla visto tan poco por pasar largas temporadas en la cárcel.
Algo pasó en el medio, desde su primer papel de cierta notoriedad como una de las amigas de Alicia Silverstone en Ni idea (aquella adaptación libre de Jane Austen a Beverly Hills en los ‘90) y las películas que filmó estos últimos meses y en una de ésas irán llegando el año que viene, como The Expendables, con y por Sylvester Stallone y un cast de mercenarios del cine de acción tratando de derrocar una dictadura en América latina, y tal vez Brittany preguntándose cómo es que llegó hasta ahí. Algo pasó con esa gracia que parecía destinada a la comedia (e hizo alguna, bastante mala, con su ex novio Ashton Kutcher), pero la suya no es la historia de una caída en desgracia. Todo está ahora recubierto de una tristeza, que es la misma que se ha apoderado de cada muerte joven en Hollywood en los últimos tiempos, y que parece no tener fin, mientras siguen llegando los films póstumos con Heath Ledger (y alguna con Brad Renfro, pobre, ignorado en el clip de los muertos del año en la ceremonia de los Oscar, se cree que en castigo por drogón).
Con un poco de suerte, algunos la recordarán como una de esas actrices secundarias que iluminan con salud películas mediocres que sin la participación de personajes como ella serían insoportables. O por alguno de sus pocos destellos, como cuando se prendió fuego con el rapper rubio en una casa rodante white trash en la mejor de sus películas.
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