El hombre que está solo y escucha
El gobierno de la Ciudad volvió a poner en la tapa de los diarios uno de los géneros más exigentes del cine: el de las escuchas telefónicas. Son pocas las películas dedicadas al asunto, pero de un rigor para tratar el prolífico tema de las conspiraciones que bien vale un repaso por todos esos hombres que se dedican a escuchar las conversaciones de los otros y que en general terminan mal.
Por Alfredo Garcia
La realidad supera la ficción. En una película, el alcalde de una metrópolis decidido a crear una nueva fuerza policial independiente, intentaría lanzarla con un gran golpe de efecto, por ejemplo resolver el mayor crimen impune de todos los tiempos.
En el mundo real, por ejemplo la Ciudad de Buenos Aires, el crimen en cuestión podría ser el atentado contra la AMIA. Curiosamente la nueva fuerza policial, digamos, nuestro Scotland Yard porteño, lejos de ocuparse de resolver el terrible atentado, se ocupó de escuchar las conversaciones telefónicas de los deudos de las víctimas. Como no podría ser de otra manera, el hombre que está solo y escucha también termina escuchando conversaciones del cuñado parapsicólogo del alcalde de Ciudad Gótica, sin olvidarse de ocuparse de los propios funcionarios que lo contrataron, por ejemplo el brillante jefe de Gabinete, que cuando hay lío siempre cobra (estuvo entre los primeros porteños en contagiarse la gripe A). Es que, como explicó Graham Greene en su antología del tema en cuestión, El libro de cabecera del espía, todo buen agente casi necesariamente es doble agente.
Pero a diferencia de los agentes secretos, que más allá de ser buenos, malos o más o menos, suelen ocupar el lugar del héroe de la película (de James Bond a Austin Powers, todos tienen licencia para matar y se quedan con las chicas), nadie está muy interesado en los quehaceres del hombre gris que está solo y escucha La conversación, para luego informarle a su superior sobre los detalles de La vida de los otros.
Pero una cosa es un verdadero espía dedicado a escuchas, y otra cosa es el agente secreto carismático y canchero que viene alimentando redituables productos de Hollywood desde décadas antes de la irrupción de James Bond en la pantalla grande. Es que este personaje que nos ocupa, el hombre que está solo y escucha, no es tan divertido ni interesante como Napoleon Solo de El agente de Cipol, ni el cínico Harry Palmer que encarnó varias veces Michael Caine. Aun en términos cinematográficos, una cosa es un agente secreto, otra cosa es el burócrata que se pasa el tiempo escuchando conversaciones ajenas, generalmente triviales, que no incluyen nada relevante para utilizar en contra de la víctima del espionaje.
Ese hombre que está solo y escucha es tan sólo un burócrata gris y desagradable, y su sola presencia pone en evidencia la parte más agria de la sociedad paranoico-conspirativa, con estados o grandes corporaciones que necesitan vigilar a todo el mundo al estilo del Dr. Mabuse de Fritz Lang. Por lo menos en la ficción: casi no hay películas que tengan como protagonista, ni siquiera como personaje secundario de mediana importancia, a éste.
Claro, a lo largo y sobre todo al final de la Guerra Fría, el cine de espías se la pasó mostrando personajes recelosos buscando micrófonos por todos lados, especialmente en lámparas (el interior de la pantalla o donde va la bombita eléctrica) y por supuesto en teléfonos, todo un lugar común en numerosos films de la primera era de la serie Bond y en casi todo episodio de la serie Misión imposible. Pero obviamente el cine de espías viene de antes, y hay un film de culto sobre un infiltrado de alto nivel entre los generales de Adolf Hitler donde las escuchas telefónicas son una tortura permanente: El espía de dos cabezas (The Two Headed Spy, 1958) muestra en pleno al talentoso director André De Toth describiendo al sacrificado Jack Hawkins como un general del Führer que en realidad es un “topo” de la inteligencia inglesa. A lo largo de toda la guerra, desde la invasión de Polonia hasta la caída de Berlín, el general Alex Schottland, encargado del área de abastecimiento de las tropas nazis, nunca dejó de trabajar para los aliados, a veces simplemente alentando los peores delirios estratégicos del Führer, pero otras veces pasando datos a otros espías infiltrados permanentemente acechados por la Gestapo, algo que se complica especialmente cuando su amante, miembro de la resistencia italiana, es codiciada por otro oficial nazi pendiente de toda conversación que pueda dejarla en sus manos. La película de De Toth está basada en una historia real, contada por el protagonista —cuyo nombre verdadero era A.P. Scotland— en su libro autobiográfico The London Cage.
En los ‘50, cuando el cine negro empezó a colaborar con el FBI, mostrando los adelantos técnicos utilizados por los federales para combatir el crimen organizado —y en algunos casos también a los ominosos agentes comunistas—, las escenas en que los héroes atrapan al villano mediante alguna estratagema con un micrófono se volvieron más comunes. Aunque no necesariamente se referían a las escuchas telefónicas sino más bien al clásico micrófono escondido en el cuerpo de alguien que debe lograr que el delincuente se inculpe a sí mismo en una conversación. Justamente esto sucede en la larga y tortuosa escena final de la obra maestra de Orson Welles, Touch of Evil (Sed de mal, 1959), con Charlton Heston convertido en el policía mexicano intentando grabar la confesión del decadente policía corrupto que interpreta el mismo Orson.
Pero, por algún motivo, las grandes películas de escuchas y vigilancia vienen recién en los ‘70. Algo lógico teniendo en cuenta que para ese entonces ya estaba instalada la idea de que los hombres de los servicios no eran precisamente los buenos de la película. El tema de las contradicciones de la inteligencia está muy insertado en el robo que organiza Sean Connery en el brillante policial de Sidney Lumet, The Anderson Tapes (El gran golpe, 1971), que sobre la novela de Lawrence Sanders cuenta los pormenores del robo a un lujoso edificio de departamentos neoyorquino perpetrado por una banda (el elenco incluye a Martin Balsam, Ralph Meeker y un jovencísimo Christopher Walken) que prepara su minucioso plan sin percibir que varios de sus miembros están siendo vigilados por agentes de distintas agencias, por motivos que no tienen nada que ver con su actual work in progress. La ironía del asunto es que toda esa vigilancia tomada por separado no logra entender lo que se está llevando a cabo.
La obra maestra del tema es tal vez la mejor película de Francis Ford Coppola. The Conversation (La conversación, 1974) es uno de los policiales más inteligentes, sutiles y angustiantes en la historia del género. Una de las claves de la historia es que, durante buena parte del film, Coppola no enfoca la historia del modo convencional en el que se suele contar un thriller: Gene Hackman es el dueño de una empresa de servicios electrónicos y audio para seguridad, lo que obviamente sería un eufemismo que oculta la toma de encargos de espionaje industrial. El hombre vive paranoico, ya que parte de su negocio es tener micrófonos por todos lados, muchas veces apuntándolo a él mismo, especialmente debido a que como es el number one en su métier, sus competidores darían lo que sea por demostrar que lo pueden espiar sin que se dé cuenta (algo que sucede de modo humillante cuando le colocan una chica para que baje su guardia durante una fiesta en su enorme loft). Junto con su empleado (John Cazale), este tipo obsesivo se la pasa escuchando gente que habla de miserias personales vergonzantes, entendiendo sólo parte de las cosas que dicen. Pero sobre todo su angustiada existencia se debe a la naturaleza misma de su oficio, que lo hunde en la más extrema soledad y paranoia, siempre desconfiando de todo, con la permanente sensación de que las paredes oyen, lo que da lugar a la antológica escena en la que destripa todo en su departamento buscando micrófonos y cables. Y, por sobre todo, siempre acosado por el fantasma de aquel trabajo que hizo tan, pero tan bien, que terminó provocando que masacren a la gente que escuchaba. Algo que, por supuesto, está por pasar de nuevo en cualquier momento.
Filmada y actuada de manera soberbia, La conversación es una de las películas más influyentes sobre el tema, y hay muchas otras que le dedican referencias y homenajes, empezando por un film mucho más reciente en el que Hackman vuelve a interpretar a un experto en seguridad y electrónica que casi se podría decir es una revisión del mismo personaje. El film en cuestión es el non plus ultra de la paranoia de Tony Scott, Enemy of the State (Enemigo público, 1998) con el pobre Will Smith rastreado permanentemente por todo tipo de aparatito grande o pequeño que sirva para perseguir a alguien.
Pero, volviendo a los ‘70, uno de los directores que más se ocuparon de la paranoia de la época fue Alan Pakula, quien les dio un lugar especial a los teléfonos ominosos en el thriller Klute (El pasado me condena, 1972), con una Jane Fonda memorable como la prostituta supersex y un Donald Sutherland en su mejor nivel. Las cosas se fueron poniendo más paranoicas en The Parallax View (Asesinatos S.A., 1974), con Warren Beatty como un periodista que intenta desentrañar una oscura organización dedicada a los crímenes políticos que todo lo sabe y nada se le escapa, aunque el film puede resultar un tanto anticuado e ingenuo en la actualidad (sigue siendo un ejercicio conspirativo muy divertido, de todos modos).
Es en 1976 cuando Pakula hace su film más famoso, probablemente la película más célebre sobre paranoia y conspiraciones, algo comprensible ya que se basa con mucha pulcritud en los hechos reales alrededor de la investigación del caso Watergate por dos periodistas del Washington Post (interpretados por Dustin Hoffman y Robert Redford). Con pulso narrativo perfecto, una tensión creciente y el más alto grado de rigor histórico y verosimilitud, Todos los hombres del presidente viene a ser algo así como el ABC sobre todo este tipo de asuntos engorrosos de escuchas, grabaciones y espionaje político. Pakula logra una especie de tour de force al lograr sostener el suspenso a través de una puesta en escena armada sobre todo alrededor de llamadas telefónicas: hay unas 25 conversaciones telefónicas a lo largo de todo el film, algunas filmadas mostrando a los dos personajes de cada lado de la línea, lo que aporta un estilo vertiginoso que luego tomaría aún con más entusiasmo el Oliver Stone ultraparanoico de su excelente JFK (1991).
En cuanto a escuchas conspirativas, nada supera el film de Pakula sobre Watergate, pero al menos en su descripción de los recursos técnicos para escuchar a otras personas hay una película que puede competir con La conversación: es la brillante Blow Out (El sonido de la muerte), de Brian De Palma, inspirado en Blow Up de Antonioni, pero cambiando el fotógrafo que descubre un crimen al ampliar una toma por un sonidista de cine que “escucha” un asesinato mientras toma efectos sonoros para una película en producción. Esta es una de las mejores películas de De Palma —al menos, la favorita de Tarantino— y uno de los mejores trabajos de John Travolta, al que lamentablemente nadie tomaba muy en serio en los años posteriores a Fiebre de sábado por la noche, por lo que hoy en día el film no es tan recordado como debiera.
El que en los ‘90 aportó algunos apuntes humanos interesantes y divertidos sobre la vida bajo vigilancia constante fue el Scorsese de su saga mafiosa de Goodfellas (1990) y Casino (1995). En Buenos muchachos hay una de las grandes escenas sobre el asunto, que tiene que ver con una regla judicial acerca de que si el agente del FBI empieza a escuchar un teléfono intervenido legalmente, pero a unos determinados minutos de la conversación queda claro que se trata de una charla personal totalmente ajena a la investigación criminal, debe apretar el botón stop en su grabador. Por lo tanto, en el film de Scorsese los mafiosos hacen hablar tonterías a sus esposas, contando los minutos hasta que el aburrido espía deja de grabar, y entonces toman el teléfono para acordar un punto de encuentro para el próximo atraco.
Pero con la era de la telefonía celular, este tipo de detalles humanos se ha ido perdiendo, y por eso el asunto sigue funcionando muy bien en películas recientes pero de época como La vida de los otros (Das Leben der Anderen, 2006), en la que el director alemán Florian Henckel von Donnersmarck retoma el tema de La conversación de Coppola adaptándolo a los tiempos de la vigilancia del Estado en los tiempos previos a la caída del Muro. En este film, el amor sirve de punto de inflexión para que el oreja estelar intente interceder por la gente que debe espiar, lo que obviamente no le consigue exactamente un ascenso.
En la Argentina, donde por lo visto en círculos de poder todo el mundo se anda espiando mutuamente, la paranoia de la vida real no ha contagiado a muchos cineastas. Sí tenemos al menos una obra maestra al respecto, el original thriller Tiempo de revancha, en el que Federico Luppi simulaba haber quedado mudo luego de un accidente minero para quedarse con un jugosa indemnización. La película se vuelve terriblemente tensa cuando el protagonista debe evitar pronunciar la mínima palabra aun dentro de su casa, entendiendo que la empresa está monitoreando todos sus actos. La última escena, en la que Luppi decide cortarse la lengua, fue toda una imagen política en aquellos tiempos de censura y falta de libertad.
Aunque, por lo que se ve, el autoritarismo sigue vigente en la vida de los argentinos, y a más de uno habría no que cortarle la lengua, pero al menos si darle un buen tirón de orejas.
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