jueves, 31 de diciembre de 2009

ROSETTA: LA PELICULA DEMUESTRA POR QUE SUS REALIZADORES SON CINEASTAS ESENCIALES



Obra maestra en presente

En Rosetta queda claro que, para los Dardenne, la realidad excede a toda posibilidad de comprensión definitiva y que el cine es, antes que un arma de conocimiento, una de desconocimiento. Pero la cámara de los hermanos lucha por conocer.

Por Horacio Bernades

Noticia de ayer: el primer día de 2010 va a estrenarse una de las películas del año. Aunque Rosetta no es una película del año próximo sino de hace diez, parecería como si en verdad fuera de dentro de diez años. O de cien. No se trata de la hipérbole de un crítico de cerebro acalorado, sino del carácter mismo de la unánimemente considerada obra mayor, hasta la fecha, de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne, dos de los contadísimos cineastas esenciales del cine contemporáneo. Contemporánea: ésa es una palabra consustancial a Rosetta. Como pocas, la ganadora de la Palma de Oro en Cannes 1999 da la sensación de transcurrir en un eterno presente que, bueno es aclararlo, jamás se estabiliza, jamás se consolida, jamás es igual a sí mismo.

Ese carácter –la inestabilidad, la situación de tránsito, el modo abrupto en que se establece una relación con el mundo– queda inmejorablemente definido en la secuencia inicial, a esta altura poco menos que legendaria. Una chica atraviesa, a velocidad maratónica, los pasillos de una fábrica. Parece empujada por la cámara, que la sigue con extrema ansiedad. Es interceptada por una autoridad, tiene una discusión, reclama que le den el puesto, argumentan que no es posible, forcejea, pelea, escupe, es echada. De allí en más, Rosetta (la debutante Emilie Dequenne, Palma de Oro en Cannes a la Mejor Actuación Femenina) seguirá buscando empleo. Y peleándose: con su madre, con distintos empleadores, con el administrador del camping en el que ella y la madre tienen instalada su casa rodante, con el empleado de una venta de waffles al paso, que le consiguió un puesto poco duradero.

El plano final, interrumpido por la mitad –al mejor estilo Cassavettes–, muestra a Rosetta por primera vez fija, perpleja, tal vez a punto de pedir perdón. Jamás se sabrá si es así. Para los Dardenne (ver entrevista) la realidad es un exceso. Excede al cine, a la gente, a toda posibilidad de comprensión definitiva. La realidad se escapa. Al ver Rosetta podría decirse que, para los hermanos, el cine es, antes que un arma de conocimiento, una de desconocimiento. El espectador desconoce por qué no le dan a Rosetta el puesto que pide. Desconoce qué pasó con su padre, protagonista de un fuera de campo extremo. Desconoce si la chica tiene o tuvo vida sexual. “No bailo”, le dice a Riquet, el empleado de la wafflera, cuando él la invita, y el modo en que lo dice suena a virginidad. En una escena previa, Rosetta se arroja sobre el muchacho para frenarlo, lo tira de la moto, forcejean sobre el piso: es, sin serlo, el coito más salvaje que el cine haya dado en años.

El espectador desconoce, también, si los dolores de estómago que hacen retorcer a la chica son producto de la tensión, de una enfermedad o hasta, por qué no, de un embarazo. Desconoce si el secador de pelo que se pasa sobre la panza es un método de cura casera, la herramienta con la que se daña o el origen de sus dolores. Desconoce por qué Rosetta está a punto de dejar morir a alguien, aunque cierta traición posterior tal vez ayude a explicarlo. Por una paradoja esencial a su arte, la cámara de los Dardenne, que es su ojo y el del espectador –y que lleva, como en todas sus películas, el extraordinario Alain Marcoen– hace, sin embargo, lo imposible por conocer. Aunque más no sea, por conocer ese centro del mundo que para ella es la protagonista. Por eso la corre durante toda la película, mientras la propia Rosetta también lo hace.

Rosetta corre para conseguir empleo, para cargar con su madre alcohólica, para frenar al administrador, para visitar los varios escondrijos en los que guarda cosas aparentemente sin valor, como los zapatos que se cambia por botas de trabajo. Escondrijos: hay algo animal en Rosetta. Algo de bestia de carga, notorio cuando levanta una bolsa de varios kilos de harina o una garrafa. Algo como de liebre que escapa del cazador, como lo confirma un comentario al paso. “Ojo que hay un zorro por ahí”, le advierte en un momento el administrador del camping, como si fuera ella la que corre peligro. Desde ya que, como todas las películas de los hermanos y más que ninguna otra, Rosetta combina la fisicidad más extrema (el ruido de la moto de Riquet, fuera de campo, es uno de los más aterradores que se recuerden en cine) con el cuento moral, a partir del momento en que la muchacha comete un acto abominable.

Abominable, pero –esto es esencial– no irreparable. Nada es irreparable, nada es para siempre en el cine de los Dardenne. De allí que en sus películas la palabra “moral” no esté asociada con una condena sino con una posible elección, una opción, un desafío. Consecuente con ese carácter no definitivo, Rosetta termina con un plano inconcluso, como cortado al medio, que en lugar de cerrarla la deja abierta para siempre. Esto debe ser entendido tanto en sentido concreto como, sobre todo, en sentido moral, para usar un término que, en plena posmodernidad, los Dardenne han logrado resignificar tal vez como nadie.

ROSETTA (Bélgica/ Francia/Suiza, 1999)

Dirección y guión: Jean-Pierre y Luc Dardenne.

Fotografía: Alain Marcoen.

Intérpretes: Emilie Dequenne, Fabrizio Rongione, Anne Yernaux y Olivier Gourmet.

martes, 29 de diciembre de 2009

HABLA Sigourney Weaver

















Me cambié el nombre cuando tenía cerca de doce años porque no quería que me llamaran Sue o Susie. Sentía que necesitaba un nombre más largo porque era demasiado alta. ¿Y entonces qué pasó? Que ahora todos me llaman Sig o Siggy.

Mi padre siempre llevaba su traje de baño en el portafolio. Si no había nada más, por lo menos estaba el traje de baño.

La generación que se fue, la anterior a la nuestra, que vivió las dos guerras mundiales, es un ejemplo para todos. Sabían vivir. Si algo malo pasaba, no se sentaban en casa a comer Häagen-Dazs y mirar una película. Se vestían, salían, daban vueltas y bailaban hasta quedar agotados.

Estuve muy bien como el gato de Cheshire en Alicia en el país de las Maravillas. Creo que fue en tercer grado. Ahora me doy cuenta de que lo interpreté como un homosexual gritón, pero de verdad que en ese momento no lo sabía.

¿Alguna vez dudé de mí misma? ¿Alguna vez no dudé?

Siento dudas internas sobre si estoy haciendo algo difícil o fácil.

Ser alto tiene un impacto importante. Se necesita coraje para ser tan grande –estar a la altura y no dejarse intimidar por la gente graciosa y pequeña–.

Es verdad que viví en un árbol vestida de elfo. Tienen que entender: Stanford en los primeros ’70 era un lugar muy liberal donde valía todo. Todo el mundo estaba haciendo algo diferente. Tenía amigos que vivían en domos geodésicos y en trailers. Quizá nosotros éramos los únicos que vivían en una casa sobre un árbol. Pero, saben, después de un tiempo uno se cansa de la vida de cuarto universitario. Vivía en uno con un grupo de chicas que eran increíblemente conservadoras. Tenía que irme. Así que salté por la ventana y no volví más.

Uno se viste como elfo y sabe que va a tener un buen día.

La comedia es lo más importante del mundo excepto por la justicia.

Tuve muy buenos profesores en la secundaria, me hicieron sentir que podía hacer cualquier cosa. Y después fui a Yale, donde los profesores de drama me hicieron sentir una mierda –si tuviera un consejo para los jóvenes sería: “No les presten atención a los profesores que dicen ‘No sos lo suficientemente bueno’”–. Sólo enséñenme. No me digan si creen que soy lo suficientemente buena o no. No les pregunté. Los maestros que hacen eso deberían ser despedidos.

No es hasta que uno pelea por algo que se convierte en quien realmente es. El arte es la autoexpresión, pero es para todos. Ayuda a entender quiénes somos como especie.

Los gorilas saben lo que es importante. La familia, el juego, la naturaleza, comer lo suficiente, no sacarle la comida a otro. Viven tan simplemente. Están en el momento. Cuando la gente dice “no descendemos de los simios”, yo pienso que tendríamos suerte si fuéramos más parecidos a ellos. Están mucho más adelantados que nosotros en la escala evolutiva.

Es mucho más complejo ser joven, hay demasiadas cosas que incorporar. Todo cae encima tuyo como una cascada. Cuando uno es más viejo, es menos intenso, pero uno es capaz de estirar la mano hasta la cascada y beber de ella. Me encanta ser más vieja.

Me gustaba mucho Jim. Pero era siete años más joven que yo, así que me sorprendió que quisiera casarse conmigo. Tuve que aleccionarlo: “Soy mayor que vos. Voy a estar adelantada en cada paso importante de la vida. Voy a perder la vista antes. Me voy a derrumbar antes. Voy a ser la pionera de esta pareja. Así que nunca me tires mierda por ser más grande que vos”. Cuando terminé, Jim estaba en silencio. Probablemente lo asusté. En ese punto debería haberme dicho: “Sabés qué, no estoy listo para esto”. Pero no lo dijo, y hace 25 años que estamos casados.

Todo trabajo te enseña cómo hacerlo, de alguna manera.

Si yo no estuviera en Alien, me daría demasiado miedo ver la película.

Jim Cameron me dijo: “La ciencia ficción es la exploración sobre qué es ser humano”.

Cuando Avatar se estrene, va a ser como el día que pasamos del blanco y negro al color.

Fui voluntaria para servirles comida a quienes trabajaron en el Ground Zero después del atentado a las Torres Gemelas. Había perros entrenados para encontrar personas vivas. La gente que trabajaba con los perros empezó a preocuparse porque el día tras día de no encontrar a nadie empezaba a deprimir a los animales. Así que la gente se turnaba y se escondía en los escombros, para que de vez en cuando alguno de los perros encontrara a alguien y eso les permitiera seguir adelante.

A veces voy a paneles donde escucho al público lamentarse porque hoy pueden verse películas en el iPod. ¿Quién puede decir que llevar tu iPod al bosque y ver un poco de Lawrence de Arabia no puede ser una experiencia fabulosa?

Así respondió Sigourney Weaver a la sección “Lo que sé” de la revista norteamericana Esquire, especialmente para el estreno de Avatar, la película en la que trabaja nuevamente con Cameron a 30 años de Alien.

LAS INFLUENCIAS DE LOS ’70 QUE HAY DETRAS DE AVATAR


Un poster psicodélico estallando en el cerebro

Por Alfredo García

Habría que imaginar un poster psicodélico estilo década de 1970 que explota en la pantalla con texturas, colores y relieves de una nitidez increíbles. En Avatar, James Cameron aplica el mayor presupuesto de la historia del cine y toda una compleja parafernalia tecnológica, para reinventar en términos cinematográficos la estética setentista de los cómics alucinógenos de Richard Corben, Moebius y la revista Metal Hurlant en general, las fantasías heroicas ilustradas por Frank Frazetta, el arte de discos de rock de dibujantes como Roger Dean, y cualquier delirio visual por el estilo que Cameron haya soñado tratar de filmar mucho antes de convertirse en el superpoderoso director de Terminator, Aliens y Titanic.

Siendo la película más cara de la historia, y un desafío tecnológico lanzado como una revolución que podría marcar un hito en la industria del cine –tanto por el hiperrealismo de sus imágenes digitales, que no son simples animaciones generadas por computadora, como por el énfasis en la exhibición en 3D–, sin duda las imágenes de Avatar plantean un curioso regreso a la estética de la década de 1970, lo que no es una casualidad teniendo en cuenta la historia de James Cameron, que no por nada se pasó tanto tiempo preparando un proyecto ideal luego del éxito rotundo de Titanic. Es decir, de la película que recaudó una fortuna y terminó ganando más Oscar que Ben Hur.

Pero Avatar no es Titanic, una historia tan simple como contundente, pero no especialmente original (salvo tal vez por la escala épica de la reconstrucción de un suceso histórico filmado varias veces con anterioridad). La nueva película de Cameron está más conectada con los conceptos más audaces del director, como el primer Terminator y especialmente la muy extraña y personal El abismo, un gran film malogrado por el corte de unos 45 minutos de metraje que le daban su verdadero significado a la trama, tal como se puede comprobar viendo la versión extendida relanzada años después del estreno original. El guión contaba una historia de encuentros con extraterrestres en las profundidades del océano, sin el carácter terrorífico típico de los Aliens previos de Cameron, con una escena de tsunami apocalíptico –justamente en la sección cortada en el estreno– y una serie de proezas técnicas y visuales, empezando por algunas de las primeras y mejores escenas de personajes creados digitalmente del cine de los ’80. Pero evidentemente el Cameron de aquellos tiempos, aun con sus taquilleras producciones previas, no pudo defender un proyecto como The Abyss, por lo que comprensiblemente luego se dedicó a asuntos más seguros, como la secuela de Terminator, la comedia de espías Mentiras verdaderas y la fórmula arrolladora del romance imposible en medio del hundimiento del Titanic.

Y aun con el fenómeno de taquilla de Titanic en su haber, Cameron se tomó todos estos años antes de volver a pensar en una película con un concepto tan complejo y original, seguramente esperando el momento adecuado para llevarlo adelante con la más absoluta libertad creativa, económica y tecnológica, de manera tal que lo de The Abyss no pudiera volver a suceder. Especialmente con una historia de un enfrentamiento entre humanos despiadados y extraterrestres humanoides azules y con un rabo felino, decididos a defender su tierra al mejor estilo de los apaches en algún western (de hecho, Wes Studi, el protagonista de Geronimo, de Walter Hill, es uno de los líderes de esta raza especialmente conectada con la extraña naturaleza que los rodea). Por otro lado, el héroe humano es un marine inválido que cobra vida “virtualmente” infiltrándose entre los nativos azules –los Na’vis– a través de un cuerpo sintético, el avatar del título.

En distintos reportajes sobre Avatar, Cameron explica que su fuente de inspiración se remonta a todos los libros de ciencia ficción que leyó de chico, más algunos libros de “aventuras varoniles en la selva” de autores como H. Rider Haggard (Ella) y sobre todo Edgar Rice Burroughs (el de Tarzán, pero también el de Una princesa de Marte, muy en sintonía con el argumento de Cameron). El director también explicó varias veces que su sueño era poder plasmar todas las ideas para películas de ciencia ficción imposibles que se le iban ocurriendo cuando apenas era un aspirante a cineasta y aún ni siquiera sabía cómo entrar en la industria. Las ilustraciones de las portadas de Edgar Rice Burroughs por Frank Frazetta, así como las adaptaciones de clásicos literarios fantásticos de éstos y otros autores a cargo de artistas como Richard Corben, evidentemente estaban desde esos primeros tiempos en la mente de Cameron, que a fines de los ’70 consiguió trabajo en el estudio de Roger Corman, que pronto lo ascendió de maquetista a diseñador de producción de la remake espacial de Los siete samurais, dirigida por Jimmy Murakami, Batalla más allá de las galaxias (algo así como la respuesta cormaniana a los jedis de George Lucas).

El nexo entre Cameron y las historietas de la revista de historietas Heavy Metal (nombre inglés de la original francesa Metal Hurlant) está claro desde aquellos tiempos, empezando por el dato de que Murakami luego dirigió uno de los mejores segmentos del film de animación sobre los cómics más famosos de la revista, incluyendo a Corben y a Moebius (a quien luego contrató como artista conceptual precisamente en The Abyss). Otro colaborador importante de Cameron en este terreno ha sido Ron Cobb, ilustrador, diseñador y dibujante de cómics y responsable de portadas de discos de rock psicodélico como Jefferson Airplane. Cobb colaboró en Aliens, True Lies y The Abyss, y si bien no hizo nada en Avatar, su influencia en los diseños de los gadgets futuristas de los personajes humanos es inconfundible, del mismo modo que las imágenes de una bella marciana azul con rabo felino volando montada en un ave gigantesca nos lleva directamente a Moebius y la revista Heavy Metal. Por otro lado, las montañas flotantes y los árboles gigantescos con raíces que cruzan abismos a manera de puentes retorcidos parecen clones increíblemente vívidos de los clásicos dibujos cósmico-psicodélicos con los que Roger Dean cubría los vinilos de bandas como Yes y Uriah Heep (entre los más recientes avatares de Avatar, se destacan varios blogs que piden reconocimiento a Roger Dean por parte de Cameron, insistiendo en comparar dibujos originales del clásico ilustrador del art rock setentista).

Pero más allá de su riqueza visual, que durante buena parte de sus 165 minutos de proyección prácticamente quita el aliento, Avatar es mucho más que el más perfecto poster psicodélico convertido en película con 500 millones de dólares (y si así fuera, estarían bien invertidos, ya que como dijo Corman sobre su ex empleado, “a diferencia de las megaproducciones hollywoodenses actuales que gastan fortunas en cosas que no se ven en la pantalla, cada dólar que invierte Cameron sí aporta algo a la película”).

Aun como relato clásico de aventuras fantásticas –con el mayor respeto por la tradición de varios géneros del cine de súper-acción, incluyendo el western–, Avatar funciona en varios niveles, desde la ingenua fábula ecológica, extraña y de cierto modo bastante optimista hasta la visión del fenómeno del mundo virtual y las redes sociales, que en general el cine suele tratar de modo bastante más negativo.

En todo caso, es una película con tal riqueza visual e ideas que funcionan en distintos niveles a la vez, que es complejo descifrarla del todo en una sola visión. Y lo que es seguro es que al espectador que se suba a esta experiencia fílmica (sobre todo en 3D e IMAX) todos los hallazgos tecnológicos tan interesantes y comentados finalmente no le importarán en absoluto.

Simplemente, como explica el villano Stephen Lang a los nuevos reclutas, antes de entrar al planeta Pandora hay que saber que es un lugar rarísimo, lleno de una fauna y flora difícil de concebir, y habitado por unos nativos azules gigantes y con cola capaces de cabalgar sobre las bestias más extrañas que se pueda imaginar. Sin entrar en más detalles, Cameron hace ingresar al espectador en ese mundo imaginario de una manera sólo comparable a la de los grandes universos creados por el cine, es decir Metrópolis, Blade Runner, 2001, Forbbiden Planet y no muchos más.

Nada mal para un director que empezó su carrera con una película clase B de pirañas voladoras.

CINE: AVATAR


Nuestro amor es azul

Alguna vez James Cameron filmó una de las mejores películas de ciencia ficción: Terminator. Y entonces fue por más: con Terminator 2 anunció una revolución en el cine, y la consiguió con sus efectos especiales. Y entonces fue por más: con Titanic reventó las historias de amor, la taquilla y el número de Oscar. Y entonces se retiró. Y ahora vuelve anunciando todo lo anterior todo junto: una película inolvidable de ciencia ficción que amenaza con arrasar con todo y cambiar la manera en que vemos el cine. 500 millones de dólares, efectos nunca vistos, una épica ecológica: Avatar llega a los cines el 1º de enero con el desafío de poder ser vista debajo de su promoción.

Por Mariano Kairuz

Las imágenes de la vida aborigen en Pandora son impresionantes. Y sin el salto cualitativo en el diseño de personajes, sería imposible tomarse en serio su historia de amor y todo lo que viene después: ese eventual clímax sexual que sus detractores han llamado “porno pitufo”.

Desde hace más de veinte años, salimos de cada película de James Cameron abrumados. Ya con Aliens, el regreso, apostó a hacer algo más grande que el original de Ridley Scott, continuando un film de terror claustrofóbico con una de guerra en el espacio. Con Terminator 2 hizo menos una secuela que una remake expandida de su mejor film (uno de los mejores de los ’80 y uno de los más influyentes de la historia de la ciencia ficción) e inició una era de efectos visuales digitales que juraron generar un universo nuevo de posibilidades. Mentiras verdaderas fue su James Bond atómico, hiperbólico. Y con Titanic creó un monstruo tan grande como el que le daba título, casi sin que nadie se lo esperara, la película más taquillera de la historia. Y entonces –cuando se autodeclaró El Rey del Mundo en la entrega de los Oscar y pareció que ya no podía subir más alto– debió detenerse. Enarbolando un prepotente discurso de vanguardia tecnológica, argumentó que todavía no existían los efectos visuales capaces de darle forma al universo que había imaginado. Al menos no por menos de 400 millones de dólares. Y se retiró. Al fondo del mar, a explorarlo en un súper-submarino como nadie nunca jamás en la historia de todos los tiempos lo había hecho. Durante un tiempo en el que fue posible creer que se había transformado en una suerte de Howard Hughes, se dedicó a explorar el océano como se explora el espacio exterior. Ahí, en ese otro mundo, comprobó el estado calamitoso de los arrecifes de coral y empezó a renacer en él la corriente de conciencia ecologista que había llegado a rozarlo en los ’60.

Y entonces, 12 años después de hundir la nave, Cameron finalmente estrena Avatar, su épica ecologista y guerrera, la película más cara de la historia (unos obscenos 500 millones de dólares), que promete una nueva era cinematográfica.

Justamente por eso Avatar es una película un poco difícil de abordar: ¿cómo ir al cine a ver una película que ya carga con semejantes expectativas, que ya casi nos obliga a abrazarla con esperanza u odiarla antes de que siquiera aparezca el logo de la Fox en pantalla? ¿Cómo encontrar la película debajo del fenómeno? ¿Y qué pasa si no es o no nos parece la-película-que-va-a-cambiar-para-siempre-la-manera-en-que-vemos-cine? Cómo sentarnos a verla desde una butaca del presente cuando nos dicen que se trata de una película que está en el futuro.

BluePeace

En el fondo, bien debajo del 3D, James Cameron, que empezó su carrera filmando Piraña 2 (1981) para unos productores italianos, sigue siendo un espíritu clase B, y eso es lo que lo mantiene todavía conectado al resto de los mortales. Lo mejor que tiene Avatar en términos narrativos es su decisión de apegarse a una estructura tan vieja como la ciencia ficción o como el western, el otro género en el que hace pie de manera permanente y explícita (con una historia que los críticos norteamericanos han insistido, un poco despectivamente, en decir que se parece más a Danza con lobos que al romance entre Pocahontas y John Smith). En unos pocos minutos, plantea sin vueltas ni pretensiones su historia: el desembarco de un ex marine parapléjico en un planeta llamado Pandora, con la misión de infiltrarse entre sus habitantes aborígenes, una tribu de gigantones azules llamados los Na’vi. El propósito: allanar el camino para arrasar con su hábitat selvático y arrebatarles un mineral valioso. El medio para la infiltración es el camuflaje: el ex marine Jake (el actor inglés-australiano Sam Worthington, visto este año en Terminator Salvation) debe llegar hasta los Na’vi a través de un avatar –que combina su ADN y el de los aborígenes en el aspecto de uno de éstos– al que está conectado virtualmente, y allí ganarse su confianza. Luego asistimos al enamoramiento de Jake y de la nativa que lo encuentra y lo admite en la tribu y lo entrena, y la conversión de Jake y su desesperado intento por detener la destructiva avanzada de los suyos y su eventual pero decisivo liderazgo de la resistencia. Y entonces, la larga secuencia de guerra final, en la que no ha faltado quien identificara –en esos planos en que los soldados invasores vuelan en pedazos reclamando el grito celebratorio de la platea– toda la aventura como una gesta anticapitalista, un relato heroico ambientalista e indigenista (pagado nada menos que por la Fox, propiedad del megamultimillonario Rupert Murdoch, dueño de un canal de noticias hiperconservador), contra el progreso que se lleva puesto todo. Quienes han querido ver en Avatar no una revolución, sino varias revoluciones todas juntas.

Un mundo nuevo

Así que acá va una primera sugerencia para ir al cine a enfrentarse con Avatar: tratar de olvidar todo lo que se ha dicho y se sigue diciendo sobre ella. Olvidarse de los 500 millones, de la promesa del mejor 3D jamás visto, y de que esos personajes digitalmente dibujados y animados que la habitan vayan a reemplazar en el futuro cercano a los actores de carne y hueso. Olvidarse de todo eso y pensar en esa narración, en ese argumento sencillo y no enteramente nuevo, abstraer un poco el bombardeo publicitario, suspender la incredulidad, la vergüenza ajena que pueda provocar el New Age ecológico, y dejarse llevar.

Hay que intentarlo, por más difícil que parezca. Es notable cómo la prensa norteamericana ha adherido a la esperanza de un cambio radical, de un punto de inflexión, y un artículo en la revista Esquire titulado “Por qué Avatar puede cambiar las películas para siempre” dice sin terminar de explicarlo del todo, que el impacto de sagas como El señor de los anillos o Piratas del Caribe es coyuntural y sólo funciona en un marco temporal acotadísimo, mientras que Avatar llega en el momento justo para entregar un producto “caliente y ligero” como aquellos, pero además “permanente”, gracias a la decisión de Cameron de esperar una década a “que la tecnología se pusiera al día” con sus ideas.

Pero convendría tomar un poco de distancia y preguntarse cómo es exactamente que Avatar va a modificar el cine que veremos en los próximos años. Es posible pensar en films que han marcado un antes y después con sus efectos visuales, y uno de ellos es de Cameron: Terminator 2, 18 años atrás. El efecto “morphing”, que metamorfosea una cosa en otra con fluidez, que hizo posible el robot de metal líquido que interpretaba Robert Patrick, amplió la noción de lo que el cine fantástico podría mostrar de ahí en más, una expansión casi lisérgica sin la cual buena parte del renacimiento del cine de superhéroes probablemente no hubiera existido (y cabe recordar que Cameron planeó y anunció por años una versión de El Hombre Araña que finalmente no sucedió). Cuatro años después, el estreno de Toy Story inició la última gran revolución en los dibujos animados, que irían dejando atrás el trazo manual para dedicarse enteramente a las posibilidades 3D del digital, consolidando a Pixar como una marca capaz de darle verdadera competencia a Disney. Otro lustro más tarde, Matrix (de la que Cameron, a juzgar por las entrevistas a medios norteamericanos, un fanfarrón de campeonato, se declara admirador) presentó su efecto “bullet time”. Esa sofisticada cámara lenta para las secuencias más acrobáticas convirtió sus innovadores conceptos argumentales en lo más cool del mundo, e incorporó con éxito la noción de vidas virtuales al cine de ciencia ficción, convirtiéndose en la primera película que cabalmente pertenecía al nuevo siglo (en particular en comparación con las precuelas de La guerra de las galaxias que George Lucas saturó con su paleta digital y sus inventos vergonzantes como Jar Jar Binks, “el primer comediante enteramente virtual del cine”). Cameron decidió que el cine estaba listo para volver a él cuando vio al Gollum de El señor de los anillos, quizá la primera vez que un personaje enteramente dibujado (aunque basado en la actuación de una persona real) consiguió interactuar de manera convincente con los actores de carne y hueso.

La pregunta, tras todo el discurso hi-tech, es: ¿a qué se refieren Cameron y sus seguidores cuando hablan de crear un universo enteramente nuevo? Las apuestas de Avatar parecen ser principalmente dos. Por un lado, conectar cine y virtualidad de una manera por lo menos tan moderna como lo hizo Matrix hace una década. No sólo en la manera en que los humanos se relacionan con sus avatares, sino fundamentalmente en el tipo de conexión entre el medio ambiente y todos los Na’vi –gigantones delgadísimos, de más de tres metros de estatura, piel azulada, cola, trenzas, taparrabos y un habla que toma prestados conceptos de dialectos maoríes–. A través de su paisaje de colores poco habituales en nuestra naturaleza terrestre y de su rara flora y fauna, Avatar ofrece un rápido y explícito vistazo a la filosofía de vida de los Na’vi: la creencia de que todos los seres vivos están conectados entre sí, de que una energía circula entre unos y otros en permanente equilibrio y compensación, y la existencia de un árbol-líder espiritual de cuyas raíces parte la red de este sistema vital. Los Na’vi tienen criaturas de montar –símiles de caballos y de pterodáctilos– a los que se conectan literalmente a través de una suerte de puerto USB orgánico: fibras vivas en el cabello del jinete que se enchufan y entrelazan con fibras vivas en el cuerpo del animal, creando una conexión total, aunque algo unilateral, por supuesto.

Las imágenes con las que Cameron presenta la vida aborigen en Pandora son impresionantes. Y es cierto que de todos los personajes digitales que ha dado el cine 3D en los últimos años, éstos son los más realistas, tanto cuando aparecen de a cientos en sus panorámicas épicas –en sus secuencias de western y de film de guerra– como en los primeros planos, donde sus caras exhiben texturas vivas, membranas, gestos y expresiones que dejan en la prehistoria el estilo maniquí de producciones hi-tech como el reciente Scrooge de Robert Zemeckis o su anterior Beowulf. Sin este salto cualitativo sería imposible tomarse en serio su historia de amor y todo lo que viene después, o no burlarse de su eventual clímax sexual (“porno pitufo”, se burló alguien en Internet). Pero es un poco exagerado decir que con el diseño de un planeta orgánico fotorrealista alcanza para crear un mundo: nos vamos del cine sabiendo poco y nada de la cultura Na’vi más allá de su defensa acérrima de Toda Cosa Viviente (la denominación pertenece a la película) y su comportamiento colectivo recreado con imaginería religiosa.

A lo que estamos asistiendo es, sí, al principio de una posibilidad, un salto evolutivo dentro de una cadena que no es exactamente nueva, a una utilización inteligente del 3D que por una vez no consiste en lanzarle permanentemente cosas a la cara al espectador, y sí da lugar a un par de imágenes verdaderamente sorprendentes que invitan a extender el brazo y querer tocar. Un sistema que sin embargo todavía no está listo –crucemos los dedos al menos para que los productores de los estudios estén de acuerdo con esto– para reemplazar a la cosa real en todas las películas del futuro, al menos mientras la cosa real sean seres vivos más o menos humanos.

DESPEDIDAS: ADIOS A BRITTANY MURPHY


Juventud sin juventud

Por Mariano Kairuz

Ahora que llevaba un tiempo desaparecida del cine –del cine que llega hasta nosotros, porque no paró de filmar producciones medianas y pequeñas– podrá parecer que no, pero hubo un momento en que Brittany Murphy podría, con su simpatía y su ligereza, con ese espíritu de risa franca y un poco fumona que era su cara más conocida, haber reemplazado en sus comedias a Kate Hudson, o a Winona Ryder cuando actuó junto a Adam Sandler, o tal vez incluso a Drew Barrymore. Todo lo cual, si se lo piensa un poco, apunta, además de a su soleado ánimo natural, a cierta locura.

Y eso fue lo que vieron en su etapa de mayor exposición hollywoodense directores, productores y responsables de casting: una chica para meter entre paredes acolchadas. Primero fue Daisy, una de las internas de Inocencia interrumpida (y no cualquiera: una con un interés particular en pollos rostizados y laxantes); un par de años después, en el thriller Ni una palabra era la chica también “institucionalizada” en cuya inestable mente estaba encriptada la clave numérica de acceso a un valioso diamante rojo codiciado por los malos de la película. Apenas antes había hecho una remake para televisión de un film de los ‘60, David & Lisa, donde interpretaba a otra aparente chiflada, esta vez de personalidad dividida y que sólo habla en rima. Y no mucho después fue, primero, la chica drogona de Mickey Rourke en la película independiente Spun y después la novia de Eminem en 8 Mile, dos papeles que requirieron como mínimo la capacidad de sugerir un paseo por el filo de la psicosis o alguna otra patología complicada.

Unos años atrás, en Hollywood circulaba una grabación en la que Brittany aparecía como una suerte de reencarnación de Janis Joplin, saltando descontrolada sobre los muebles, gesticulando a lo bestia y entonando una versión tristísima de “Me and Bobby McGee”. Ese torbellino de unos pocos minutos era una prueba de cámara para una biopic sobre Joplin que al final no fue, pero la energía que transmitía le ganó varios de sus papeles siguientes. Los de loca.

Robert Rodriguez vio otra cosa en ella: una actitud de bomba sexual y letal en envase menudo, un poco como el de Rose McGowan (la ex de Marilyn Manson, protagonista de Planet Terror y ahora esposa de Rodriguez). Convencido de su potencial explosivo –como antes lo estuvo de Salma Hayek, a quien hizo parecer enorme caminando semidesnuda por la barra de una taberna de mala muerte, a pesar de su 1,57 de estatura–, Rodriguez metió a Brittany en un personaje breve pero de gran intensidad en su jauría de femme fatales de comic para Sin City, blanco y negro digital y algo lisérgico.

Pero ahora que Brittany murió, inesperadamente –el domingo pasado a la mañana, por un paro cardíaco de causas que todavía no se dieron a conocer–, a los 32 años, mientras corren rumores maliciosos –es decir, los que hablan de un daño autoinfligido, por adicciones químicas o severos desórdenes alimentarios–, emergen los testimonios que rescatan su normalidad: el de su viudo, el cineasta británico Simon Monjack; el de la madre de ella, que hizo las valijas inmediatamente y se mudó con ella a California cuando su hija le hizo saber que quería probar suerte en Hollywood; el de su representante, un poco antes de su muerte, que insistió en negar que a ella la hubieran echado del rodaje de un thriller llamado The Caller (del cual efectivamente se desvinculó una vez empezado) por “mal comportamiento”; y el de su padre, un mafioso italiano de poca monta, que expresó su amor por ella y lamentó haberla visto tan poco por pasar largas temporadas en la cárcel.

Algo pasó en el medio, desde su primer papel de cierta notoriedad como una de las amigas de Alicia Silverstone en Ni idea (aquella adaptación libre de Jane Austen a Beverly Hills en los ‘90) y las películas que filmó estos últimos meses y en una de ésas irán llegando el año que viene, como The Expendables, con y por Sylvester Stallone y un cast de mercenarios del cine de acción tratando de derrocar una dictadura en América latina, y tal vez Brittany preguntándose cómo es que llegó hasta ahí. Algo pasó con esa gracia que parecía destinada a la comedia (e hizo alguna, bastante mala, con su ex novio Ashton Kutcher), pero la suya no es la historia de una caída en desgracia. Todo está ahora recubierto de una tristeza, que es la misma que se ha apoderado de cada muerte joven en Hollywood en los últimos tiempos, y que parece no tener fin, mientras siguen llegando los films póstumos con Heath Ledger (y alguna con Brad Renfro, pobre, ignorado en el clip de los muertos del año en la ceremonia de los Oscar, se cree que en castigo por drogón).

Con un poco de suerte, algunos la recordarán como una de esas actrices secundarias que iluminan con salud películas mediocres que sin la participación de personajes como ella serían insoportables. O por alguno de sus pocos destellos, como cuando se prendió fuego con el rapper rubio en una casa rodante white trash en la mejor de sus películas.

Mis diez películas del año. Por John Waters



1. Import Export, Ulrich Seidl: La película más triste del año también es la mejor. Las miserables vidas de inmigrantes ucranianos en Viena hacen de este agonizante pero magnífico opus el equivalente cinematográfico de cortarse las venas. ¿Un nuevo género? ¿Porno depresión? Bueno, a mí me calentó.

2. Anticristo, Lars von Trier: Si Ingmar Bergman se hubiera suicidado, ido al infierno y vuelto a la Tierra para dirigir una película de exploitation/art para autocines, ésta es la película que hubiera hecho.

3. In the Loop, Armando Iannucci: Una inteligente, malvada y bocona sátira británica sobre la lucha por el poder global que hace la pregunta más importante: ¿cómo se debate la invasión a Irak si tus encías empiezan a sangrar en el medio de la presentación?

4. World’s Greatest Dad, Bobcat Goldthwait: ¿Por qué, oh, por qué no fue esta comedia negrísima un éxito? Tremendamente ruda, decididamente poco amigable para la familia, este relato de suicidio autoerótico de un hijo odioso y su padre que no entiende nada dejó al público boqueando de sorpresa.

5. Brüno, Larry Charles: No escuchen a los críticos –esta película es mejor que Borat–. Imaginen a una pareja de adolescentes hetero en un mall, durante su primera cita, en algún lugar de la América profunda, mirando a Sacha Baron Cohen haciendo la pantomima de cada acto sexual gay, hasta terminar en un regocijante “facial”. A veces los públicos reciben lo que necesitan.

6. Lorna’s Silence, Jean-Pierre and Luc Dardenne: ¿Cómo consiguen financiamiento estas fantásticas películas artísticas? Gracias al socialismo europeo, así es como se hace, y estoy contento de que quienes pagan impuestos por allí ponen su dinero en esta obra maestra. Sólo los hermanos Dardenne pueden salirse con la suya al no mostrar la acción dramática que le da el clímax a toda la película.

7. Los abrazos rotos, Pedro Almodovar

Hubo murmullos en Cannes acerca de que ésta no era la mejor película de Pedro, pero cómo se equivocaron esos rumores. ¡Es una belleza! Un inteligentísimo melodrama que no da tregua y que tiene tantos mareantes plot-points que uno puede experimentar vértigo.

8. The Baader Meinhof Complex, Uli Edel: ¡Aquí hay unos chicos que sabían cómo causar problemas! Hmmm... ¿Qué tendríamos que hacer hoy? ¿Parar las Olimpíadas o hacer explotar un avión comercial? Estos radicales hacen que los Weathermen parezcan unos maricas.

9. Whatever Works, Woody Allen: La gerontofilia nunca resultó tan atractiva. En esta oportunidad, Woody se pone un poco gay y vive para contarlo con éxito y gracias. Me enoja tanto no tener la carrera de este director.

10. La mujer sin cabeza, Lucrecia Martel: ¿Cabello teñido, conductores que huyen después de atropellar a alguien con el auto, parientes con hepatitis? ¿Qué? No la entendí, pero me encantó.

BALANCE DE LO SUCEDIDO EN LA PRODUCCION ARGENTINA 2009



Una reina, nueve princesas y demasiados interrogantes

El cine local subió su cuota de mercado, la película de Juan José Campanella generó un suceso sin precedentes, hubo 85 estrenos, gran diversidad temática y muy buenas obras. Pero nada se presentó tan fácil como parece, y 2010 amerita un buen debate.

Por Horacio Bernades

El secreto de sus ojos, cómo te quiero. Invocando ese mantra, la industria del cine argentino levanta la copa y brinda, al cabo de un año en el que los números se fueron para arriba. Gracias a la película de Campanella, claro. De no haber sido por ella, a esta altura se estaría viviendo la situación inversa, con rostros preocupados en lugar de festejos. ¿El que termina fue entonces un buen o un mal año para el cine argentino? Los que se rigen por la estricta verdad de las cifras –que es ciega, pero no zonza– están convencidos de lo primero. Aquellos que prefieren ver más allá de las estadísticas se quedan pensando, en cambio, que los fenómenos –como el de la película que convirtió a Juan José Campanella en personaje-de-tapa-de-número-de-fin-de-año-de-revista-Gente– son circunstanciales. Lo que perdura son los procesos. Y el proceso que el cine argentino viene llevando adelante está más cerca de la pelea, la prueba, el golpe y la recuperación, que del éxito clamoroso.

Cuatro puntos: ése es el margen que subió la cuota de mercado del cine argentino a lo largo de 2009, en relación con la de la temporada anterior. ¿Qué es la cuota de mercado o, para decirlo como en el mundo de los negocios cinematográficos, el market share? Un técnico la definiría como el porcentaje de participación de un cierto subconjunto (las películas argentinas, en este caso), en relación con el conjunto total (el de las entradas de cine vendidas a lo largo del año), en un mercado determinado. El territorio argentino, para el caso. En 2008, ese margen había sido de alrededor del 12%. En 2009 fue del 16%. Pero, claro, basta ver qué porcentaje representó El secreto de sus ojos en relación con el total de entradas vendidas para que la sonrisa se borre: el 45% de las películas argentinas estrenadas en el año. Casi la mitad.

Eso quiere decir, entre otras cosas, que sin la película de Campanella otra hubiera sido la canción. O que en este momento Campanella representa, por sí solo, medio cine argentino. ¿Y la otra mitad? Ah, eso es un problema.

Cuestión de principios logró superar sus pronósticos.
Una semana solos, otra visión sobre la vida en el country.
El último verano de la Boyita, otro buen título de la temporada.

El 1

El top ten del año (ver recuadro) permite verificar que en el período que se cierra el cine argentino consolidó la tendencia registrada a lo largo de la década. Una tendencia que empezó siendo la de muchos concurrentes con pocos ganadores, para ir derivando de a poco a un modelo de ganador único. O casi. El monowinner modelo 2008 fue Un novio para mi mujer, que con casi un millón y medio de espectadores resultó todo un batacazo. Este año le toca el turno a El secreto de sus ojos, que entre otros records llevó a las salas más del 50 por ciento de público que el golazo de Taratuto, quintuplicó las cifras de su inmediata seguidora (Las viudas de los jueves, que permitió a Marcelo Piñeyro recuperar el público que había perdido con la anterior El método) y concentró casi la mitad de espectadores de películas argentinas. Para no mencionar que se trata de una de las películas más vistas desde que se emplean las estadísticas cinematográficas en Argentina, claro.

Todo un síntoma del estado de cosas, el resto de las diez más vistas de 2009 se parece más a una lista de perdedores que de ganadores. Tal como sucedió el año pasado (recordar High School Musical: El desafío, Brigada explosiva: Misión pirata, Los Superagentes: La nueva generación), las películas crasamente comerciales no llegaron ni a la mitad de sus medias históricas (el caso de Papá por un día y El ratón Pérez 2). Otro tanto sucedió con lo que podría llamarse “cine industrial de calidad” (Música en espera, Anita) y con un par de representantes de lo que cabría considerar, con todas las comillas del caso, “qualité nacional” (Felicitas, El corredor nocturno). En concreto, del listado de nueve presuntas princesas que desfilaron alrededor de la monarca absoluta, El secreto de sus ojos, sólo Las viudas de los jueves estuvo a la altura de las expectativas de público, permitiendo a su realizador, Marcelo Piñeyro, remontar la baja respuesta de El método.

En un contexto de cifras fatalmente módicas hubo, sí, dos películas que subieron por encima de los pronósticos. Una fue Esperando la carroza 2, firme candidata a “peor película del año” y la cuarta más vista. La otra, Cuestión de principios, en la que la llave Luppi-Alterio-Echarri rindió buenos dividendos. ¿Y por debajo del top ten, qué pasó? Ah, ése es otro problema.

Regreso a Fortín Olmos: excelente documental, casi sin público.
Las viudas de los jueves, de Marcelo Piñeyro, segunda en el top ten.

85, 10, 10.000

En el año se registraron 85 estrenos argentinos. Toda una enormidad, que más que a una demanda real responde a la política oficial de estrenar cualquier cosa que esté terminada de cualquier manera, el cifrón supera incluso los dudosos records de las administraciones previas, haciendo parecer al cine argentino a esos pollos engordados artificialmente. ¿Con qué expectativa se lanza ese paquete de películas? Con muy poca: más de la mitad de ellas se lanzó en menos de 10 salas, techo que hasta hace unos años se consideraba un piso. Otra cifra que asusta es la de público: salvo las 20 más vistas, la larga sesentena restante no llevó más de 10.000 espectadores por película. Suma que es más una resta que una suma.

Pero, claro, como bien señala la realizadora Celina Murga (ver columna de opinión), hay películas que no tienen por qué aspirar a la masividad. Que no tienen por qué estrenarse en más de diez salas, que no tienen por qué llevar más de 10.000 espectadores. Por la sencilla razón de que los propios realizadores saben, cuando las hacen, que no son para todos. Dejar de fomentar la producción de esa clase de películas (de Una semana solos, de Vil romance, de El último verano de la Boyita, de Castro, de La sangre brota, para nombrar algunos ejemplos de este año) representaría, lisa y llanamente, el asesinato de un cine de calidad, el triunfo definitivo del pochoclo (ver, a propósito de esto, columna del productor Diego Dubcovsky). Lo cuestionable son esas 10, 15 o hasta 20 películas que se estrenan en salas oficiales, sin previo aviso de tan marginales que son, sin privadas previas para la prensa y hasta con parte de la prensa especializada enterándose de su estreno... el día del estreno. En una palabra: puro truchismo argento, que no le sirve a nadie. Salvo a los que estrenando cualquier cosa cobran el jugoso subsidio oficial, claro.

La sangre brota, representante de un cine de calidad.
León Gieco debutó como director con la notable Mundo Alas.

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Dicen que ésa es la cantidad de espectadores que llevó Regreso a Fortín Olmos, el documental de Jorge Goldenberg y Patricio Coll premiado en Mar del Plata 2008 y estrenado a comienzos de año, en las salas del Malba y Tita Merello. No la fue a ver nadie, prácticamente. ¿Eso le impide haber sido el mejor documental argentino del año y una de las diez mejores de la temporada? Desde ya que no. ¿El Estado debería dejar de fomentar esa clase de películas? Todo lo contrario: para fomentar esta clase de películas es que existe un organismo del Estado encargado de regular la actividad: el Instituto de Cine y Artes Audiovisuales. Como bien dice en su columna Dubcovsky: “La existencia de un cine nacional es una decisión del Estado, aquí y en cualquier parte”.

Lo mismo podría decirse sobre todas las nombradas en el último párrafo del apartado anterior de esta nota. Pertenecientes en su integridad a la categoría sub-10.000, bastaría sumarles otras como Todos mienten, El asaltante, El amarillo, Unidad 25 e Iraqi Short Films para dar, casi con exactitud, con las diez mejores películas argentinas estrenadas en el año. Llamativamente, buena parte de ellas no recibió subsidios o créditos oficiales. Créditos y subsidios que varias de aquellas otras diez o quince, estrenadas entre gallos y medianoche, sí recibieron. ¿La política oficial premia entonces a los mediocres y castiga a los talentosos? No debería ser así. Todo indica que así es, producto seguramente de esas hendijas de irracionalidad y descontrol que se abren, con demasiada frecuencia, en oficinas y edificios públicos. Y que se mantienen abiertas, como si nadie se diera cuenta.

3D, cerca de la revolución


El viernes se estrena "Avatar", película que está rompiendo récords de taquilla. ¿Está la Argentina preparada para recibir una andanada de películas en 3D? ¿Y para producirlas? Un informe sobre el cine del futuro.

Por: Diego Lerer

Trailer de Avatar, de James Cameron.

El fenómeno de taquilla mundial desatado por Avatar y el fuerte peso que en ese éxito tienen las proyecciones en 3D son la confirmación de que el formato ha llegado para quedarse. No sólo eso: tal vez dentro de unos años sea la manera en la que gran parte de la población vea cine... en el cine.

Como en la década del '50 con el surgimiento del Cinemascope para combatir la invasión de la televisión, Hollywood buscó y encontró un nuevo recurso para combatir al flamante enemigo que está haciendo estragos en sus arcas: la piratería.

Si gran parte de la población mundial ha decidido que es casi lo mismo ver una película "trucha" o ir al cine, la única solución posible parece ser... cambiar al cine. El éxito en el campo de la animación venía demostrando que el 3D era una posible solución -los chicos siempre motivan a los padres a las salidas-, pero, tras un par de intentos con películas de terror, Avatar está probando que el 3D puede ser, definitivamente, un producto premium. El tema es que no sólo combate a la piratería, sino que pone en riesgo la supervivencia del cine en dos dimensiones (2D) como opción cinematográfica, al menos para las películas de acción y aventuras.

¿Cómo se está adaptando la Argentina a este fenómeno? ¿Cómo afectó la crisis económica al crecimiento de las salas 3D? ¿Y la producción? ¿Estamos capacitados para hacer cine en 3D?

La primera pregunta es la más sencilla de responder: mal. En todo el país, sobre un total de 1180 salas, apenas hay 31 capacitadas para proyectar 3D digital. Esto implica que resulta imposible tener en cartel, paralelamente, más de una película en ese formato. En 2009 eso implicó que los estrenos en 3D tengan que escalarse. Pero, ¿cómo resolverlo en vacaciones de invierno cuando todas las propuestas infantiles se estrenan en simultáneo?

El recambio de formato se acaba de topar con otro contratiempo: el llamado "impuestazo tecnológico" hizo que el precio para equipar una sala en los distintos formatos 3D (los principales son el RealD, que usa la cadena Cinemark, y el Dolby Digital que usa el Hoyts) crezca y los exhibidores se preguntan si vale la pena el gasto. Lo que suceda con Avatar debería servir como ejemplo: a partir del 1° de enero veremos, seguramente, funciones en salas 3D agotadísimas, con gente prefiriendo volver otro día antes que verla en una sala convencional.

El fenómeno Avatar da un dato muy concreto: en su fin de semana de estreno en los Estados Unidos, el 71% de la taquilla llegó por salas 3D. En el segundo fin de semana, fue del 77%. Claro, allí puede hacerse porque Avatar se proyecta en más de dos mil salas 3D (el 60% de las que se estrenó). Pero no sucede lo mismo en el resto del mundo en el que ya se estrenó la película: sólo el 38 por ciento de las salas son en 3D. ¡Pero en ese 38% se juntó el 75% de la recaudación!

Si el fenómeno Avatar no fuera suficiente para desatar una corrida de exhibidores hacia las salas 3D, hay que ver lo que se viene para el año que viene. Si bien hay planes de abrir una docena de salas más en 3D, ¿cómo harán para arreglarse con los estrenos seguidos de Alicia en el país de las maravillas, Toy Story 3, Shrek 4, y la película nacional Gaturro, las últimas tres con estrenos anunciados casi simultáneamente para las vacaciones de invierno? Y esto sólo contando los títulos de animación. ¿Alguien duda que Transformers 3 será en 3D? ¿O la nueva Batman? ¿O la próxima X-Men, entre otras? ¿Cómo se lidiará con todo eso?

Hay un sólo ítem en el que la Argentina parece estar más avanzada que buena parte del mundo: en la producción en 3D. La versión "estereoscópica" de Boogie, el aceitoso, si bien no fue un proyecto concebido originalmente en 3D, quedó para la historia como la primera película en ese formato producida fuera de Hollywood. Y los estudios argentinos que hacen animación (Illusion, Pampa, Patagonik) tienen proyectos para los próximos años que están siendo concebidos, desde sus orígenes, en tres dimensiones. Empezando por Gaturro, la gran esperanza de la animación nacional.

"El cine del futuro es en 3D", asegura Sergio Neuspiller, director de Full Dimensional, empresa dedicada a la producción en 3D tanto para largometrajes (por ahora, animados, como Boogie o Gaturro) como para mediometrajes educativos que proyectan en escuelas. En su estudio de Belgrano, el realizador cuenta que su estudio "es la única empresa en América del Sur con la tecnología para filmar y producir en 3D con el protocolo DCI (Digital Cinema Initiative) que se utiliza en los grandes estudios de Hollywood".

Es que distribuir películas en 3D digital también implica un cambio importante en los formatos de exhibición: ya no hay latas de 35mm., copias tradicionales y desaparecen los procesos clásicos. Las películas llegan en discos duros y sólo se pueden proyectar utilizando claves ofrecidas por los estudios durante tiempos de exhibición negociables, y tanto los proyectores como las salas deben cumplir determinados requerimientos técnicos especificados en "ese libraco", como define Neuspiller al DCI.

En apenas 72 horas, cuando Avatar desembarque definitivamente en la Argentina (los 14 días que pasaron desde su estreno mundial parecen una eternidad y ya hay copias truchas circulando tanto por la calle como por internet) se sabrá si el público aquí está dispuesto a pagar unos dineros extras para poder apreciar la visión de James Cameron en toda su real... dimensión.

Nadie sabe muy bien qué deparará el futuro de la exhibición cinematográfica, pero para esta película no tengan dudas: pongan todas sus fichas en el 3D.

lunes, 21 de diciembre de 2009

Violencia y terrorismo en los setenta


Continúa la saga de libros referidos a los años que antecedieron al golpe militar de 1976. El terror, y especialmente la organización Montoneros, están ahora bajo el foco. Un político como Julio Bárbaro, ensayistas y periodistas indagan y cuestionan a la militancia de entonces. Y no agotan las explicaciones sobre la raíz del fenómeno violento.

Por: Marcos Mayer

EL ATENTADO CONTRA RUCCI, que acabó con la vida del dirigente máximo de la CGT, se produjo tras la asunción del gobierno por Juan Perón, en 1973.

Los militantes de Montoneros solían recorrer las calles al canto de "Somos terroristas". Lo recuerda Pilar Calveiro en Política y/o violencia, un libro publicado hace un par de años y que es uno de los comienzos de lo que parece ser hoy una creciente revisión, o, mejor dicho, regreso crítico a los hechos y perspectivas del accionar guerrillero en la década del 70. En un texto más reciente, Sobre la violencia revolucionaria, Hugo Vezzetti califica de "terrorista" la acción que condujo al secuestro y luego a la muerte del general Pedro Eugenio Aramburu en mayo de 1970, acta de fundación política de Montoneros. La palabra está llena de controversias, porque se juega en el territorio de la conflagración y está cargada de componentes violentos. Por lo cual parecería útil recurrir a un texto que viene de realidades muy distintas y escrito en ese tono desapasionado con que la academia suele describir fenómenos de fuerte intensidad. En su Guerras justas, de Cicerón a Irak –editado en el curso de este año por el Fondo de Cultura–, el profesor australiano Alex Bellamy –experto en relaciones internacionales de la Universidad de Queensland– propone algunos acercamientos a la definición de "terrorismo". Da algunas características: El terrorismo tiene motivaciones políticas, lo llevan a cabo actores no estatales y ataca deliberadamente a no combatientes. Los militantes de Montoneros solían recorrer las calles al canto de "Somos terroristas". Lo recuerda Pilar Calveiro en Política y/o violencia, un libro publicado hace un par de años y que es uno de los comienzos de lo que parece ser hoy una creciente revisión, o, mejor dicho, regreso crítico a los hechos y perspectivas del accionar guerrillero en la década del 70. En un texto más reciente, Sobre la violencia revolucionaria, Hugo Vezzetti califica de "terrorista" la acción que condujo al secuestro y luego a la muerte del general Pedro Eugenio Aramburu en mayo de 1970, acta de fundación política de Montoneros. La palabra está llena de controversias, porque se juega en el territorio de la conflagración y está cargada de componentes violentos. Por lo cual parecería útil recurrir a un texto que viene de realidades muy distintas y escrito en ese tono desapasionado con que la academia suele describir fenómenos de fuerte intensidad. En su Guerras justas, de Cicerón a Irak –editado en el curso de este año por el Fondo de Cultura–, el profesor australiano Alex Bellamy –experto en relaciones internacionales de la Universidad de Queensland– propone algunos acercamientos a la definición de "terrorismo". Da algunas características: El terrorismo tiene motivaciones políticas, lo llevan a cabo actores no estatales y ataca deliberadamente a no combatientes.

Estas aproximaciones permiten internarse en estos libros para entender qué aportan y cuáles son los puntos ciegos en los que tropiezan con una parte de la historia que aún parece difícil de evaluar y narrar desde alguna distancia.

Lo interesante del análisis de Bellamy es que, por un lado, elude la condena moral y por el otro involucra en todas sus definiciones al Estado, es decir que se acerca al terrorismo desde una perspectiva explícitamente política. Al punto que cuando debate con otras visiones, por ejemplo, las que consideran la locura o las desviaciones morales de quienes cometen actos terroristas, declara que no le parecen pertinentes. La mayoría de los textos que vienen siendo publicados alrededor de la guerrilla setentista, participan tanto de la condena moral como de un análisis que considera fenómenos psicopatológicos.

Uno, dos, muchos libros

En ese sentido, llama la atención que la gran mayoría de estos libros están escritos por periodistas y que ninguno de ellos tenga a un historiador por autor (aunque Guerrero reivindique que el suyo es un libro de historia). Quien más se acercaría a este perfil sería Hugo Vezzetti que proviene del psicoanálisis pero que ha investigado en la historia de las ideas y de los saberes en la Argentina. De hecho, su texto se separa del resto en varios aspectos.

Conviene, previamente, hacer una lista tentativa de títulos recientes. Además de los ya mencionados, han aparecido en el curso de 2009: Todos mataron, de Ricardo Canaletti y Rolando Barbano; Volver a matar, de Juan Bautista Yofre; Juicio a los 70, de Julio Bárbaro; El peronismo armado, de Alejandro Guerrero, y Noticias de los Montoneros, de Gabriela Esquivada, a los que habría que sumar las nuevas ediciones de Operación Traviata, de Ceferino Reato, y Monte Chingolo, de Gustavo Plis-Sterenberg. El panorama se completa con dos abordajes del tema desde la ficción: Timote, de José Pablo Feinmann, y Muertos de amor, de Jorge Lanata, de 2008.

Llama la atención que casi ninguno de los periodistas que se embarcaron en escribir sobre los 70 se dedica profesionalmente a la política. La especialidad de Canaletti y Barbano son las noticias policiales, Reato se desempeña en la sección Internacionales y Esquivada tiene más que ver con el mundo de la cultura.

Pero el hecho de esta preponderancia de una forma de abordar la realidad habla de muchas cosas, que es útil dejar al menos anotadas. La idea, muy fuerte en el libro de Esquivada y, por razones casi opuestas, en el de Reato, de que hay una persistencia, un martilleo obsesivo de las realidades pasadas en el presente remite a varias lecturas posibles de este fenómeno de indagación de una zona cuyos protagonistas sólo habían sido retratados hasta ahora como héroes o como víctimas, y muchas veces en los dos papeles al mismo tiempo.

Lógica guerrillera

Vezzetti lo plantea explícitamente: se ha dado un paulatino desplazamiento de la figura del combatiente que ya no está marcado por ese doble rol, al punto que el propio autor reescribe la versión sobre La noche de los lápices que había dado en Pasado y Presente, dedicado al tema de la memoria. Mientras entonces eran simples estudiantes que habían emprendido una lucha por el boleto estudiantil, en el nuevo texto se los retrata como militantes de la UES, la rama secundaria de la JP. Conviene detenerse en su texto, que de algún modo resume las posibilidades y límites de un espacio que recién pasa por los primeros intentos de abordaje.

Si se sigue su libro –y también el resto– la lógica del accionar guerrillero, esa "fe ciega en la eficacia del asesinato político para profundizar la confrontación y ampliar los contingentes volcados a la acción militar", parece, analizada desde hoy, una serie de puntos ciegos, formas de pensar el mundo casi incomprensibles y que trasmiten una ajenidad irreductible. Entonces, ¿por dónde entrar a leer esta apuesta setentista para poder echar luz sobre ella? En este sentido, el libro arma varios contextos de interpretación; uno teórico que abarca el extenso primer capítulo, en el que se recorren distintos análisis sobre la función de la memoria de los hechos del pasado en la construcción del presente. Otro, pese a que esto está más que matizado, lee la violencia guerrillera en relación con el terrorismo militar. Un fantasma que recorre acechando su libro tanto como el de Julio Bárbaro: la teoría de los dos demonios. Tal vez habría que intentar separar, al menos a los fines del análisis, el hecho de la violencia guerrillera del terrorismo de Estado.

Finalmente, Vezzetti trabaja sobre la idea, trasladada de Bourdieu, del "habitus" guerrillero, tramo en el que abundan los símiles entre las actitudes y creencias de los combatientes argentinos –sobre todo los Montoneros– y las milicias fascistas.

Lo que habría que preguntarse es hasta qué punto estas elecciones permiten avanzar en la elucidación del objeto de análisis. Y en ese sentido, el libro elude algunos interrogantes y precisiones que permitirían acercarse de otro modo a la violencia de los sesenta y los setenta. Lo cual hubiera requerido algunas puntualizaciones históricas como el paso de la guerrilla rural a la lógica del atentado urbano. En los planteos del foco rural hay un proyecto, aún de eficacia harto discutible: que la progresiva conquista de territorio y por consiguiente de las adhesiones de campesinos y obreros culminaría, por simple cambio de las relaciones de fuerza, en la toma del poder. El modelo aprendido en Sierra Maestra. Por su parte, el acto fundador de lo que Vezzetti, de clara marca urbana, –el asesinato de Aramburu– no sólo es un hecho violento, se plantea para sus ejecutores como la instauración de una justicia paralela, justificada por la historia de la proscripción del peronismo. Al ajusticiar –es el término que eligen los Montoneros (las redefiniciones del vocabulario que opera la militancia revolucionaria serían una buena pista a indagar, en la medida en que el lenguaje construye la realidad)– a quien se sindica como organizador de la Revolución Libertadora e ideólogo principal del secuestro del cadáver de Evita, lo que se pretende no es ya disputar un territorio físico sino fundar un territorio político, con reglas propias.

Un Estado paralelo

A partir de esta constatación se podrían retomar las definiciones de terrorismo. El proyecto de los Montoneros, sobre el cual se centran la mayoría de los textos, y que ubican en un plano secundario el accionar de otros grupos, como el ERP, pero cuya cultura política, tal como surge de la minuciosa indagación de Plis-Sternberger, contiene varias claves para entender las motivaciones y convicciones de la guerrilla, suponía la construcción de un Estado paralelo y el trazado de fronteras claras entre los militantes –activos y pasivos en distintos grados– de la causa y sus enemigos, también participantes en mayor o menor medida. El grado de compromiso con el sector al que se combatía no atenuaba el grado de culpabilidad del enemigo, se tratara de un torturador, un sindicalista corrupto, o un empresario explotador. De allí, que una de las características que Bellamy adjudica al terrorismo, el atacar a personas no armadas, queda por lo menos matizado en el caso argentino. Cuando se secuestra y asesina a Oberdan Sallustro, director de la filial de Fiat en la Argentina en 1972, el hecho de que el funcionario no portaba armas no invalida, desde el punto de vista del ERP, que se lo ajusticie cuando el ejército irrumpe en la cárcel del pueblo donde lo tenían encerrado. Lo mismo ocurre en relación al hecho de que Aramburu fuera ejecutado desarmado y no en combate. Pero para ambas organizaciones, tanto el militar como el empresario integraban un campo, el de las fuerzas antipopulares, que tarde o temprano tomarían su lugar en el mundo de las armas. El combate ya está entablado en todos los órdenes de la vida social y la guerrilla no es sino el brazo ejecutor de uno de los bandos en pugna. Si se consideran las cosas de este modo, se puede pasar a algo que falta en Vezzetti o en Bárbaro, que es una crítica de una concepción política de la violencia –y no de la violencia en sí misma–, que incluso evitaría la sensación de reproches que llegan con décadas de atraso. Lo notable es que, a diferencia de lo que pasa con la lucha revolucionaria donde la conquista del territorio se da de forma gradual, el atentado urbano considera apropiado desde su propia fundación el territorio de la representación popular. Para decirlo de otro modo, la guerrilla urbana actuó desde el mismo principio con la idea de que se le había delegado la representación de los intereses populares.

Por más delirante que parezca fue esta una lectura política de la realidad de una notable persistencia y aceptada con entusiasmo por una porción importantísima del país. De hecho, la JP fue durante años la organización con más capacidad de movilización de la Argentina.

Límites de la autocrítica

Entonces el "habitus" romántico-fascista del que habla Vezzetti –que es en definitiva la relación del combatiente con su propia actividad y la forma en que imagina su misión y su destino– explicaría sólo en parte la adopción de la violencia como camino excluyente para cambiar las estructuras. Más compleja es la cuestión de la responsabilidad que le cabe a las organizaciones guerrilleras: que se someta a jefes y militantes a la justicia, con toda su pertinencia, es también un objetivo parcial y cuyo cumplimiento seguramente poco aportará a la comprensión de aquellos tiempos. Hay en este texto, y también en Bárbaro y en Calveiro, un llamamiento a (sino un duro reproche a su falta) la autocrítica de la cúpula de las organizaciones guerrilleras.

La cuestión reclama al menos un par de preguntas: ¿No hay una autocrítica implícita y práctica en el hecho de que Montoneros carezca hoy siquiera de una expresión residual –si se exceptúa la casi secreta edición on line de El Descamisado, el órgano de prensa de la organización en los 70– y en el hecho de que a nadie parece interesarle las opiniones de Mario Firmenich acerca de la situación actual del país y de ninguna otra cosa? Y, en el caso de producirse esa autocrítica, ¿cuál sería el beneficio? Bárbaro (ver recuadro) ensaya la respuesta de que los errores no aceptados no permiten mirar el futuro con claridad. El planteo es polémico y merece seguirse discutiendo.

Como también abre una punta a la polémica una afirmación que se encuentra en el primer tramo de El peronismo armado, de Alejandro Guerrero, y que su autor no retoma: "En todo caso, el delito montonero, el único imperdonable, sería introducir en el cuerpo social argentino un debate que ni Perón ni los peronistas llamados 'ortodoxos' podían permitir: qué era el peronismo. Y si el debate no podía permitirse ni resolverse en términos ideológicos se resolvería inevitablemente a balazo limpio, masacre mediante. En ese sentido, se hace notable la negativa –sostenida hasta hoy– de los viejos montoneros, de los sobrevivientes, a retomar el debate." Un análisis detenido de esta afirmación y de los presupuestos que la sostienen requeriría un espacio importante, que el autor retacea, pese a las más de 600 páginas de su libro. Lo que puede dejarse apuntado es que se entiende a la guerrilla en su relación interna con el peronismo y que el enfrentamiento dentro del movimiento implicó la apertura de heridas que nadie quiere cerrar porque no hay disposición a convertir los hechos en historia. Como si este fuera el paso previo al olvido.

Un aspecto a considerar en estos libros, que aparece problematizado en la escritura de Sobre la violencia revolucionaria, es la cuestión de los destinatarios buscados de cada uno de los trabajos. Pareciera claro en Calveiro y Bárbaro que los interlocutores privilegiados son los integrantes de su misma generación, los coetáneos de los jefes guerrilleros. En Vezetti, los lectores interpelados no terminan de definirse: por momentos pareciera que polemiza con quienes ven en el combatiente un modelo perimido, pero condenado a un heroísmo para toda la eternidad, por otros parece querer compartir sus ideas con quienes hacen la crítica, desde la izquierda, del accionar guerrillero –uno de los muy citados es Oscar del Barco, quien hace cinco años, en una carta abierta, hizo una autocrítica del apoyo de muchos intelectuales a la violencia guerrillera–. Por otra parte, se extraña una mayor cantidad de información contextual que acerque sus provocadoras reflexiones a lectores que no formaron parte de la época y que desconocen a protagonistas y circunstancias.

En tiempo presente

La cuestión de los destinatarios queda más claro en el libro de Reato, dado que su texto sobre el asesinato de José Ignacio Rucci se plantea como una reformulación de la lectura del pasado que estaría dominada en la Argentina por lo que bautiza como el "paradigma Verbitsky", que ha dominado las lecturas e interpretaciones de los 70 y a partir del cual se define que el mal y el bien estarían en zonas repartidas. La muerte de Rucci es postulada como la piedra de toque que desarmaría este andamiaje. Pero su prólogo va un poco más lejos y brinda hasta cierto punto una explicación del éxito de muchos de los textos que revisan la guerrilla de los 70 y que las editoriales están promoviendo, si se considera la reedición de Monte Chingolo, seis años después de su primera publicación.

Dice, hablando de los 70: "Una época que el gobierno del presidente Kirchner elevó a una suerte de manantial de los sueños (...) para moldear la realidad del presente". Jorge Lanata, en un reportaje concedido en ocasión de la publicación de su novela, apuntaba en el mismo sentido: "Kirchner hubiera querido ser parte de aquello, pero no estuvo, como tampoco estuvieron muchos de sus funcionarios. Había más ex montoneros reciclados con Menem que hoy con Kirchner, aunque su impronta sea medio montonera por lo soberbia." Y en el prólogo a la reedición de su trabajo, Reato sube la apuesta: "pasada la época de gloria del kirchnerismo, ese asesinato ocurrido hace 36 años, que continúa impune, puede convertirse ahora en un asunto político urticante, que podría poner en jaque la política de derechos humanos de los Kirchner y de algunos de sus principales aliados."

Es decir, que son libros que buscan ponerse en sintonía con los tiempos actuales: lo mismo sucede con los trabajos de Juan Bautista Yofre. En otra dirección trabajan Esquivada, Plis-Sterenberg y Hugo Vezzetti, quienes desde diferentes perspectivas (una fuerte apuesta al relato periodístico en los dos primeros casos, una marcada impronta analítica en el último), aceptan ese pasado cuya presencia en el presente tiene que ver con conflictos no resueltos y no con su reformulación en términos actuales como postulan Reato y Lanata.

Necesaria coda personal. No uso jamás la primera persona en mis artículos y voy a pedir que aquí se me permita una excepción porque, de un modo u otro me corresponden las generales de la ley y no me parecería honesto hablar de estos textos y de la época que los nutre como si me fueran ajenos. Fueron tiempos marcados por la muerte, aunque muchos de los pesares hoy hayan quedado amortiguados por el paso del tiempo. Por otra parte, esa sensación de cambio inminente, de poderío abrumador de la voluntad –incluso contra todo lo que mostraba la razón– hoy es un cuestionamiento que me hago y que no puedo resolver. ¿Los de entonces somos tan distintos a los de hoy? Por eso hubo que elegir cada palabra, para tratar de evitar rechazos o aprobaciones automáticos y tratar de aportar a un debate necesario, pero que todavía no encuentra los términos para formularse. Gabriela Esquivada abre su libro con un epígrafe luminoso de Leonard Cohen: I can't forget but I don't remember what (No puedo olvidar, pero no recuerdo qué)". Tal vez ese sea el estado de ánimo con que debiéramos empezar a discutir sin chicanas y sin segundas intenciones. Para que el debate valga la pena.

Un identikit del mito nazi


EL TERCER REICH Y EL ARTE

En "La estética nazi", el francés Eric Michaud explora cómo el nazismo logró identificar en el discurso y la acción, actividad política y actividad artística.

Por: Fernando Bruno

Ceremonias Nada quedaba expuesto al azar en la planificación de los actos: Hitler suprvisaba todos los aspectos.

El 10 de julio de 1939, Adolf Hitler ordenó que el Tercer Reich no debería denominarse más de ese modo y que, a partir de ese momento, pasaba a ser el "Reich alemán" a secas. Con ese gesto, buscaba borrar para siempre cualquier filiación cronológica e inscribir al régimen en un tiempo eterno. La medida es mencionada en el libro La estética nazi. Un arte de la eternidad del investigador francés Eric Michaud, un trabajo de la década del noventa que se publicó recientemente en nuestro país.

La intención de Michaud es realizar "una suerte de recorrido por el interior del mito nazi". Su punto de partida, más o menos explícito, es el análisis del fascismo como movimiento de "estetización de la política", desarrollada por Walter Benjamin en 1936, una idea no demasiado difundida en su momento que culminó gestando toda una escuela de investigación a lo largo del siglo XX.
Michaud se ubica en esa tradición y la desarrolla consecuentemente, aportando una enorme cantidad de documentos escritos y visuales. Las perspectivas desde las que ataca al problema son múltiples: sobresalen entre ellas la de la concepción del Führer como artista, la de la importancia de la propaganda, la de la manipulación de las ideas románticas de mito y genio, y la del análisis de las modificaciones en las percepciones temporales. Todas apuntan a sostener una hipótesis central: el nazismo sostuvo su discurso y su accionar en la identificación de la actividad política y la actividad artística. "El hombre del Estado –escribió Goebbels en su novela Michael– también es un artista. Para él, el pueblo no es otra cosa que la piedra para el escultor. El Führer y la masa no plantean más problema que el pintor y el color". La comparación excede los aspectos biográficos de la vida de Hitler, quien en su juventud fue rechazado por la Academia de Bellas Artes de Viena por su falta de condiciones, y da cuenta de procesos sociales extremadamente complejos.

Michaud advierte que, desde el siglo XVIII, el genio artístico había sido identificado con el "genio de la libertad" y que, ya a comienzos del siglo XX, la figura del artista absorbió definitivamente esa potestad, insertándose a su vez en la arena política. "Más allá de todas sus diferencias, futuristas, cubistas y expresionistas coincidían en la condena del mundo visible identificado al orden establecido, lo mismo que en la lucha generalmente pensada como la del espíritu contra el 'materialismo' y contra el régimen que le pertenecía: la democracia parlamentaria". Así, el Reich, a pesar de la salvaje persecución que ejerció sobre esos movimientos de vanguardia, no dejó de incorporar a su dispositivo de poder algunos de sus elementos constitutivos. En este sentido, numerosos dirigentes reclamaron para sí el estatuto de artistas: el Estado era el utensilio con el que llevar adelante su obra.

Este fenómeno tenía además algunas características particulares. Por ejemplo, Michaud se ocupa de una serie de postales con imágenes de Hitler en las que aparece realizando gestos exagerados y ridículos, y que fueron utilizadas por Charles Chaplin para su caracterización en El gran dictador. "El inmenso éxito de estas cartas postales –observa– permite comprender mejor que las masas esperaban de Hitler, en los mítines, la proeza del comediante que sabría arrancarlos a ellos mismos, transportarlos, durante el tiempo del espectáculo al menos, a un mundo donde la luz y la sombra serían más marcadas, donde las elecciones parecían más simples". Nada quedaba expuesto al azar en la planificación de las ceremonias y las campañas de propaganda: Hitler, que identificaba a Wagner como su auténtico predecesor, supervisaba todos los aspectos de los actos, de los cuales era "el autor, el espectador o el héroe, y a menudo los tres a la vez".

De igual manera, se construyeron numerosos templos conmemorativos, "Construcciones del Führer" controladas también por el propio Hitler en persona. Por medio de estos grandes escenarios se buscaba lograr la integración del pueblo con sus "orígenes" y la gestación de una nueva mitología alemana. "Los muertos de la Gran Guerra se perpetuaban en los 'mártires' del Movimiento; esos mártires se perpetuaban en Hitler; todos se perpetuaban en esos templos de piedra y, por ellos, se perpetuaban para siempre en el pueblo alemán". El "combate por el arte" de los nazis, reafirmaba así su lucha contra la "civilización" y "las ideas de 1789". Según Michaud, toda esta parafernalia escenográfica tenía sentido en función de la obsesión del régimen por transformar en "creación artística" todo su accionar.

Por su parte, la primera "Gran Exposición de Arte Alemán", que buscaba imponer las ideas de pureza y sanidad racial, funciona como ejemplo de la actitud frente a la propia producción artística. Se presentaron en ella 15.000 obras, a partir de las cuales debía realizarse una preselección de 1.500. Luego de haber revisado el conjunto, Goebbels anotó en su diario: "Ejemplos desoladores de bolcheviquismo artístico me han sido sometidos (...) El Führer echa espuma de rabia". El tenor de este tipo de afirmaciones, la banalidad de las propuestas estéticas del Reich y su condena a la producción de los artistas más importantes de la época no debe, sin embargo para el autor, hacernos perder de vista el carácter eminentemente artístico que sus partidarios pretendían otorgarle al movimiento. "El antisemitismo nazi y el exterminio –afirma– no son inteligibles más que en esta perspectiva histórica del relevo del dios invisible por el Dios encarnado".

viernes, 18 de diciembre de 2009

JUVENTUD SIN JUVENTUD: UNA PELICULA QUE MIRA HACIA EL PASADO, EN MAS DE UN SENTIDO



El mito del eterno retorno

Basado en una novela corta del rumano Mircea Eliade, Juventud sin juventud narra una suerte de pacto fáustico, una fábula que se puede leer como un film en espejo, que no deja de reflejar algo de Coppola y su propio conflicto interno como cineasta.

Por Luciano Monteagudo

Juventud sin juventud
Youth Without Youth,
EE.UU./Rumania, 2007.

Producción y dirección: Francis Ford Coppola.
Guión: Coppola, basado en una nouvelle de Mircea Eliade.
Fotografía: Mihai Malaimare Jr.
Montaje: Walter Murch.
Música: Osvaldo Golijov.
Diseño de producción: Calin Papura.
Intérpretes: Tim Roth, Bruno Ganz, Matt Damon, Alexandra Maria Lara.
Estreno en los cines Arteplex Centro, Belgrano y Caballito en proyección DVD únicamente.

De una u otra manera, el de Francis Ford Coppola siempre fue un cine confesional, capaz de aprovechar las posibilidades que le ofrecían los trabajos “por encargo” para reflexionar sobre las condiciones de producción de su obra (Tucker, un hombre y su sueño; El poder de la justicia), sobre la relación entre origen, familia y sociedad (El Padrino) y hasta sobre sus propias pesadillas megalomaníacas, que eran también –y lo siguen siendo, de Vietnam a Irak– las de todo un país (Apocalypse Now!). Quién sino Coppola era ese Coronel Kurtz que había atravesado el corazón de las tinieblas y había visto “el horror, el horror”. Por eso es difícil escapar a la tentación de leer su primera película en más de diez años –y la primera que rodó fuera de Hollywood– como un film en espejo, que no deja de reflejar algo de su propio conflicto interno como cineasta. Como su protagonista, pareciera que en Juventud sin juventud –y el título ya es de por sí revelador– Coppola quiere hacer retroceder el reloj, volver a sus mejores años, empezar una vez más de nuevo y rehacer aquello que dejó inconcluso o cree haber hecho mal. El resultado, sin embargo, no está a la altura de esa intención, entre otras razones porque el cine que hoy Coppola cree que es joven y libre aparece como anacrónico, por no decir lisa y llanamente enmohecido.

Basado en una novela corta del rumano Mircea Eliade, escrita en su madurez y que según sus exegetas también traslucía su propia situación personal, Juventud sin juventud narra una suerte de pacto fáustico. ¿Qué daría un hombre por completar la obra de su vida y recuperar su capacidad de amar? Corre el año 1938 y el lingüista Dominic Matei (Tim Roth, en un papel que le exige múltiples transformaciones) piensa en suicidarse. Tiene 70 años (casi como Coppola cuando filmó la película), perdió a la mujer de su vida y ha fracasado en su intento por llegar a conocer el origen del lenguaje. Está a punto de tomar la decisión final cuando la naturaleza casi hace el trabajo por él. Un rayo alcanza a Matei en plena calle, justo cuando acababa de leer el titular de un diario que anunciaba “Nubes de guerra sobre Rumania”, en alusión a la inminente invasión nazi. Pero más allá de las terribles quemaduras que laceran su piel, el hombre que emerge detrás de las vendas es otro; o el mismo, pero cada vez más joven. Por debajo de sus dientes pútridos le surgen otros nuevos, el pelo le vuelve a crecer con el vigor de sus mejores años y las enfermeras comprueban que su aparato reproductor funciona como el de un hombre sano y vigoroso de 40 años. Ni siquiera su médico de cabecera (Bruno Ganz) atina a balbucear una respuesta; simplemente le advierte que los científicos nazis están demasiado interesados en su caso y le sugiere escapar hacia fronteras más seguras.

No es la primera vez que Coppola asume un protagonista cuyo cuerpo se rebela contra el calendario y atraviesa las pruebas del tiempo: lo hizo primero en Peggy Sue y luego en Jack, quizá sus dos películas más extravagantes e inasibles. Como en esos casos, no hay en Juventud sin juventud nada de realismo en la puesta en escena, pero allí donde había un tono de fábula amable y una estética de luminosa inspiración pop, aquí en cambio predominan los tonos sombríos y expresionistas de Mittel-Europa. Hay algo de folletín, también, en la manera en que Coppola representa a los nazis: no sólo una suerte de doctor Mengele decidido a capturar a Matei para sus experimentos, sino también una Mata Hari cuyos portaligas lucen el signo de la cruz esvástica.

Así como Matei, cada vez más joven, va descifrando misterios del lenguaje cada vez más antiguos (sánscrito, sumerio), Coppola también parece querer retroceder el almanaque de los modos de expresión de la historia del cine. Lejos de las convenciones del mediocre Hollywood mainstream de hoy se deja tentar sin embargo por la retórica del cine de ayer, como si ahora pudiera reproducirse sin más. El gesto quizá se pretende de libertad, de independencia, de distancia con respecto a Hollywood y de cercanía con respecto a Europa. Pero los ángulos de cámara escorzados (a la manera de El tercer hombre) o la aparición del protagonista y su doble en un mismo plano, lejos de acercar al director a una hipotética vanguardia asocian su película a una suerte de retro kitsch, reforzado por el inglés internacional con acento germánico que habla todo el elenco, no importa que la acción se desarrolle en Rumania o en Suiza.

Hay quizás en Dominic Matei una obsesión que es equivalente a la que movía al protagonista de La conversación (1974), una de las mejores películas de toda la obra de Coppola. Pero si aquel film –por su despojamiento y por su callada elocuencia, que hoy lo han convertido en un clásico– se adelantó a su tiempo y dio un salto hacia el futuro, esta Juventud sin juventud, artificiosa, solemne y alambicada, parece mirar solamente hacia el pasado.


Tim Roth y Matt Damon, un elenco internacional perdido en Rumania.