sábado, 19 de septiembre de 2009

ARCHIVO GENERAL DE LA NACION: La larga política de la mala memoria

Los documentos e imágenes allí guardados cuentan más de dos siglos de historia y corren riesgo de perderse. Aquí, un informe sobre la crisis del Archivo General de la Nación.

Por: Juan Manuel Bordón















EVA PERON en la Corte Suprema de Justicia el 1 de febrero de 1951.















ANIBAL TROILO y Atahualpa Yupanqui en 1944.















MAR DEL PLATA, 1902. Barcos pesqueros son introducidos en el mar, tirados por caballos en Playa Bristol.



SEMANA TRAGICA,1919. Miembros de la Liga Patriótica, organización fascista que protagonizó la represión de esos días, frente a la iglesia del Salvador, en avenida Callao.

Dos cuadras separan la puerta del Ministerio del Interior de la entrada al Archivo General de la Nación, pero la distancia es mucho más larga que los doscientos metros de caminata cubierta por los arcos del Bajo. En el primer edificio, un policía de azul vigila y toma nota de las visitas al ministerio. Dentro se coordina buena parte de la burocracia nacional, es el último eslabón de áreas como el Registro Nacional de las Personas, las oficinas migratorias o las estructuras electorales. En el segundo edificio, una mujer de guardapolvo apunta los datos de cada persona que pasa al archivo. Lleva unos guantes de látex blanco que han virado hacia un marrón escatológico por el uso excesivo. Más allá, en las oficinas que alguna vez albergaron la casa central de un banco, hay documentos como el informe sobre el reparto de Indios de Juan de Garay, las cartas privadas de Perón o un video del velorio de Hipólito Yrigoyen. Todo el archivo gubernamental, cada ley, censo o decreto, acaba (idealmente) entre sus paredes. Pese a albergar doce kilómetros de estanterías con documentación escrita, casi un millón de placas o fotografías, mil horas de audiovisuales y casi dos mil voces grabadas (entre ellas, la de León Tolstoi), el Archivo General de la Nación es una espina olvidada en medio del aparato estatal.

Durante las últimas décadas, la lista de reclamos y proyectos que han ido de uno a otro edificio incluye planes de reubicación faraónicos, golpes a la unidad del archivo y sketchs de alta comedia bibliográfica: el archivo se creó en 1821 y aunque una ley de 1904 estableció como prioridad construirle un edificio propio, esto nunca sucedió. En 1944 se mudó a su actual sede, en Alem 246, y en los primeros años del menemismo se habló de un traslado a la esquina de Bouchard y Viamonte, donde habían funcionado los diarios Democracia y El Laborista durante el primer gobierno peronista. La falta de presupuesto echó el proyecto atrás y el edificio fue subastado por el gobierno nacional en 1998. Una nueva polémica se abrió durante la gestión de De la Rua, cuando se sacaron del archivo los documentos jesuíticos para enviarlos a la Universidad de Córdoba. Tres años atrás, un grupo de historiadores denunció que no se podía acceder a documentos por falta de escaleras en las bibliotecas. Los archiveros trepaban por las estanterías para alcanzar los documentos que estaban más altos hasta que dijeron basta. Varios testigos contaban que de tanto escalar anaqueles, los empleados habían adquirido una destreza y equilibrio ejemplares.

El último cortocircuito entre el Archivo y el Ministerio del que depende se dio hace menos de un mes, a principios de agosto. José Luis Moreno, director del AGN desde junio de 2007, presentó una renuncia que no dudó en calificar de forzada. En los días siguientes, el historiador denunció ante los medios el lamentable estado del archivo, dijo que el Ministerio no le autorizaba partidas presupuestarias y le ponía todo tipo de trabas burocráticas: el catálogo de males de las ocho plantas del edificio incluía escaleras de incendio rotas, goteras, plagas que campean a sus anchas y viejos censos o documentos portuarios que van dejando retazos de papel en la mano de cada investigador o curioso que los consulta. Colecciones como la de Ernesto Celesia (un fondo de periódicos del siglo XIX, con folletos del Mayo argentino y buena parte de los diarios antirrosistas editados desde Montevideo) fueron retiradas de consulta porque "se están convirtiendo en papel picado", cuenta Moreno.

Pese a que un decreto presidencial de 2008 destinó 21 millones de pesos para el proceso de digitalización y refacción del edificio, aún no se pudo usar un centavo. El ex director dice que los proyectos se trabaron porque el Ministerio redirigió los fondos para otros gastos. Y que cuando finalmente llegó una partida, eran seis millones de pesos destinados a la digitalización de audio y video. "Yo no lo autoricé porque no eran tareas prioritarias como los documentos en papel, porque no tenían en cuenta que el audio y el video exigen enfoques metodológicos distintos y porque la tecnología que querían usar no está a la altura".

En el Ministerio del Interior dicen que Moreno no ejecutó el dinero por desidia, que era difícil dar con él en el archivo y que ni siquiera tiene celular (en realidad sí tiene un celular, pero lo deja en el auto). Las denuncias de Moreno, agregan, llegan tarde. Las ven como los pataleos de un ex director despechado después de que le pidieran dar un paso al costado.

Moreno había llegado al puesto en medio de otra situación de crisis y una polémica casi tan vieja como el archivo mismo: la necesidad de un director asignado políticamente o uno que cuente con el apoyo de historiadores, investigadores y especialistas en conservación o archivística. A mediados de 2007, los reclamos de un grupo de historiadores por el estado del archivo llegaron a los medios. Aníbal Fernández, entonces ministro del Interior, los convocó para que propusieran un proyecto y una persona idónea para el cargo. El elegido fue José Luis Moreno, un historiador de larga trayectoria que traía como principal aval para el puesto su paso por el rectorado de la Universidad de Luján. Para los historiadores fue una victoria gremial. Colocaban a un hombre del palo en un organismo clave, donde habitualmente es el ministro de turno quien impone un candidato. Sin embargo, a fines de 2007 llegó Florencio Randazzo al Ministerio y la relación se volvió a tensar. Casi un año y medio después, vino el pedido de renuncia y la contracampaña de historiadores para que lo mantengan en el puesto. "Las acusaciones contra él son cínicas, porque la falta de ejecución de presupuesto se debía a la negativa de los funcionarios de turno. El archivo hoy vuelve a estar en manos de gente no especializada y con toda la retórica en torno del Bicentenario esta desaprensión es descorazonadora", explica el historiador José Carlos Chiaramonte, director del Instituto Emilio Ravignani.

Diego Santana, vocero del Ministerio, asegura que el cambio de director responde a su falta de idoneidad política (exigencia que va más allá de la Constitución Nacional que en su artículo 16 habla sólo de "idoneidad") y que el ministro del Interior Florencio Randazzo prefería cubrir los cargos con gente propia. El elegido para conducir el Archivo es Juan Pablo Zabala, un sociólogo de 35 años que el secretario de Interior Marcio Barbosa llevó como asesor para el proceso de digitalización. Por esos días, una centena de historiadores, Luis Alberto Romero y Dora Barrancos entre otros, firmaban una carta en apoyo de Moreno, quien para ellos cumplió una función clave recuperando nexos entre el Archivo y organizaciones internacionales.

Al nuevo director lo presentaron el 14 de agosto pero todavía se sabe muy poco de su proyecto. Tras una serie de entrevistas que –según el propio vocero del Ministerio– "no salieron muy bien", a Zabala lo protegen de la prensa y evitan que haga declaraciones. Esta revista intentó durante la última semana contactar al nuevo director sin resultado. Por ahora, lo único que ha trascendido de su trabajo al frente del archivo apareció en un cable de la agencia DyN, el 28 de agosto: un sumario administrativo contra el ex director, José Luis Moreno, por un presunto desvío de fondos que ahora investiga la Oficina Anticorrupción. La denuncia se refiere a una ayuda que el gobierno de España habría depositado en una cuenta de la Asociación de Amigos. En el Ministerio del Interior dicen que esa clase de convenios sólo puede firmarse con la autorización del gobierno. "Le dijimos que tenía que tramitarlo a través de Cancillería, pero la gente de la cultura a veces cree que puede hacer cualquier cosa", comentaba esta semana Diego Santana.

Unos días antes de que la denuncia se hicera pública, consultado por Ñ, Moreno aseguraba que el sistema de compras y licitaciones del Estado, "diseñado supuestamente para transparentar, acaba cargando vilmente el precio de las cosas". No se sabía nada del sumario todavía, pero al mencionar la ayuda del gobierno español, contó que la cobró a través de la Asociación de amigos porque el Ministerio no le abría una cuenta especial. Tras la denuncia, asegura que ésta forma parte de un operativo en represalia por sus denuncias.

El miércoles, el ex director y los miembros de la Asociación deberán declarar por ese caso en el Ministerio. Las dos cuadras que lo separan del edificio del archivo, ya lo saben, son bien largas.

No hay comentarios: