LAS MUJERES DEL LOCO CHAVEZ
Cómo conseguir chicas
Por Mariano Kairuz
De El Loco Chávez, la historieta escrita por Carlos Trillo, dibujada por Horacio Altuna y publicada en Clarín entre 1975 y 1987, muchos recordarán que era la tira que encabezaba la contratapa del diario, que el protagonista era periodista y que económicamente siempre estaba en la lona (por usar una expresión tan de su tiempo como sus bigotes), así como los fondos en los que se reconocían casi cuadro a cuadro las calles porteñas. Algunos tendrán presentes también a sus personajes secundarios (su amigo intelectual Malone; el tanguero de bar Homero; su jefe, Balderi). Y no demasiados –tal vez sólo expertos en el tema como Juan Sasturain– conocerán pormenores tales como que en un principio Chávez era corresponsal en Europa, y que volvió a la Argentina con fatal timing, un mes antes del golpe del ’76. Pero de lo que seguro se acuerdan todos, incluso quienes no seguían la historieta, es de las mujeres que Altuna y Trillo crearon para Chávez, un “ganador” que usaba cada trabajo como una oportunidad de levante. Las mujeres –las “minas” y las “pibas”– fueron la marca más fuerte de El Loco Chávez. Será por eso que el sello Doedytores acaba de lanzar una recopilación cronológica que lleva por subtítulo “Las minas del Loco” y, dos puntos, el nombre de la femme fatale de turno. El primer número dedicado a la lejana, rubia, adolescente, Gato. El próximo, en unos meses, será todo de uno de los sex symbols más contundentes que ha dado el comic nacional, bautizado Pampita, tanto antes que Carolina Ardohain.
Trillo dijo alguna vez que “en las tiras no se puede hacer una mujer normal por su belleza. Las mujeres pueden ser como la esposa del Sr. López o como Pampita, y en el medio no hay nada”. Las chicas de las fantasías del señor López, el de las Puertitas (también de Trillo y Altuna), eran como las del Loco Chávez: potenciales top models “ardientes” que se materializaban a la vuelta de la esquina, en contraposición flagrante a suegras y madres y otros estereotipos de lo feo o lo tierno, pero nunca erótico. Si en todo lo demás iba en busca de un realismo local y costumbrista –en una página habitada casi íntegramente por caricaturas–, en lo sexual lo de Chávez era una fantasía desembozada: sus encuentros con esas chicas hermosas eran fortuitos. Una tras otra, pasaron Silvana –que le pide que se haga pasar por su marido por un día para sacarla de un apuro–; su vecina Gato, que le miente 19 años de edad y no sólo lo hace sentir un poco “viejo verde” sino que lo pone al borde de la ilegalidad; las modelos y las hijas de poderosos a las que conoce casi a diario por su trabajo. Pura lisergia hormonal, un poco como la que alimentaba el imaginario desbordado de Fellini, quien no por nada llegó a asociarse en algún momento con Milo Manara, gran dibujante de sueños húmedos. Pero a diferencia de las puras máquinas sexuales de Manara, las chicas del Loco Chávez, siempre variaciones de una misma belleza física, suelen revelarse en una segunda mirada como especialmente inteligentes, sensibles, simpáticas y eficientes en sus trabajos. (La televisión fracasó al querer capturar esa esencia y materia de la chica-Altuna: a fines de los ’70 hubo un muy fugaz intento de serie basada en la tira de Chávez con ¡Adriana Salgueiro! como Pampita).
Cuando la historieta llegó a su fin –dando lugar a El Negro Blanco, otro periodista rodeado de chicas imposibles–, el Loco Chávez “sentaba cabeza” y se iba a trabajar a España llevándose con él a Pampita, la obsesión de su vida. Sería divertido ver qué fue de ellos: si siguieron juntos, si se quedaron en Europa o vivieron los sucesivos incendios argentinos y, por encima de todo, si la fantástica Pampita se hizo finalmente realidad. Si se convirtió en madre, cómo la trató el tiempo. Aunque, claro, eso sería puro morbo, que por algo sus autores decidieron terminar la tira como la terminaron: justo antes de romper la burbuja, porque todo lo que hay en el medio –entre la fantasía del macho alfa que vive rodeado de curvas perfectas que jamás se le resisten, y su opuesto, deformado como una pesadilla– es lo que queda siempre, y el que quiera que se lo imagine, afuera del cuadro.
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