Una voz que canta las penas
El 17 de enero de 1989 murió Alfredo Zitarrosa, insignia de la canción popular rioplatense. Veinte años después, esta nota intenta reflexionar sobre su legado ético, sus temas, y su rol en la genealogía de cantantes orilleros.
Por: Diego Manso
Pero Alfredo Zitarrosa, muerto ya hace veinte años y cuyas circunstancias biográficas dieron pasto por estos días a infinidad de reseñas, legó algo más que sólo una bella canción. Fueron varias, en cambio, y de motivos diversos. Con pulcritud de cronista indagó, desde su Montevideo natal, en el aura triste de los pueblos de Latinoamérica, despojados por los patrones a punta de pistola o librados a la volición del capitalismo. Fue un observador piadoso y militante, un intérprete capaz de revelar matices detrás de una voz seca, de apariencia torpe para la afinación y requemada por el humo del tabaco; una voz que de primera oída suena quizás monocorde pero que se emparienta, sin azar de circunstancias, con la chatura y extensión del paisaje orillero. Con todo, según admitió él mismo durante una entrevista de 1984, era consciente –impugnando el refrán que cediera a la posteridad el gran Horacio Guarany– de que "si se calla el cantor, no calla la vida", porque "las grandes conquistas sociales son fruto de la lucha de la clase obrera organizada, y no el resultado de la prédica de un cantor o de veinte cantores o de los discursos más o menos políticos de la intelectualidad nacional". Unas líneas éstas que podrían leerse como una declaración de intenciones o como la evidencia de que la poesía es nada menos que una forma de pararse ante el mundo, mas nunca el método para salvarlo de su cotidiano extravío.
No obstante, un cantor popular del carácter de Zitarrosa jamás consigue correrse por completo de su cualidad de médium entre el mensaje y su trascendencia. Algo que lo destina, por caso, a las antípodas del último Carlos Gardel (en fin, el que quedó en la superficie de la memoria), más preocupado por el propio lucimiento que por la derivación de sus palabras, de ahí naderías como "El día que me quieras". Zitarrosa sigue una línea que puntearon los grandes payadores del Río de la Plata, como Gabino Ezeiza o José Bettinotti, y que alcanzó el culmen en la figura de Atahualpa Yupanqui. Pensamos en una genealogía de intérpretes colmada de generosidad, que dan por el mero hecho, que no conciben la existencia sin el afán solidario, que honran la propia tierra y la de sus ancestros, que advierten que amar lo extranjero no oculta otra intención que la necesidad masoquista de aferrarse a lo imposible. Nula relación con el nacionalismo de pacotilla que atizan tantísimos guitarreros, más bien certeza de que el amor por venir no nos rescata del que hoy sentimos, aun cuando la propia mortalidad nos conduzca al deleite de otras experiencias, climáticas o sexuales. En este sentido, no parece delirante comparar en un mismo rango de afinidad, la obra de Zitarrosa con la que produjo –en parte contemporáneamente– la chilena Violeta Parra, ambas con un pie en las causas que por lo común se definen como sociales, y con el otro, en un terreno de índole sentimental, escarpado ahora por el desgarro, vindicado luego a fuerza de réplicas rabiosas (confrontar, sino, la zamba "Si te vas" de Zitarrosa con el "Maldigo del alto cielo", de Parra).
A esta altura de la historia, cuando por diversas razones se insiste en confundir a la canción popular con los devaneos del mercado y las voces de sus artistas genuinos recalan en una periferia cercana a la antropología, el repertorio de Alfredo Zitarrosa viene a contar, no sólo la historia de una tradición (la del folclore que uruguayos y argentinos compartimos por derecho) sino a interpelar nuestra capacidad de mirar al prójimo con ternura, una locución que la vida moderna tiende a relacionar con muñecos de peluche o neonatos. Pero si se repasa grosso modo el cancionero de Zitarrosa, costará evitar el inventario de retratos de personajes y ocupaciones corrientes, no por ello mediocres, que su mirada registra con la delicadeza de un requiebro. Allí están, Doña Soledad, que "antes de ser mujer ya tuvo que ir a trabajar"; el Loco Antonio, que andaba "dele fumar" a bordo de su chalana; la Maga que "baila flotando de puntillas"; Becho que quiere un violín "que al amor y al dolor no los nombre"; el Nene Patudo que al nacer no tuvo "teta ni libro ni lancha a motor"... Incluso animales como la pajarita Juanita ("cómo pudo caberte en el cuerpecito/toda la muerte") o los tres perros que "van pensando, ¡qué vida perra!", reciben del autor un gesto cándido, asaz apartado de la intención pedagógica que tantas veces les achacó la literatura; una disciplina que Zitarrosa cultivó con suerte dispar. El poeta (que no es semejante al autor de letras cantables) se afirma en los versos autobiográficos de "Guitarra negra", que él mismo definió como "una serie de apuntes" previos a su partida hacia el exilio, en 1976. De allí sale la frase "Hoy anduvo la muerte buscando entre mis libros alguna cosa...", célebre por su urgencia y porque, a lo mejor, se trata de la primera metonimia que se atreve a llamar las cosas por su nombre.
Etica de las pasiones
Si nos dedicáramos a rastrear las alternativas de la recepción que mereció el repertorio zitarroseano, se notaría que la veta testimonial y política acaparó un interés mayor que la dedicada a los motivos sentimentales. Después de todo, la balanza se inclina claramente hacia el primer caso y el disco Textos políticos, de 1980, insiste desde el título en sondear una dirección que, durante los últimos años de su carrera, será casi excluyente. El trabajo grabado en colaboración Héctor Numa Moraes, Sobre pájaros y almas (1989), merece especial atención porque abre una brecha conceptual que, sin la interferencia rigurosa de la muerte, podría haber continuado en nuevas formas de exploración del lirismo en el registro de lo cotidiano.
Sin embargo, conviene justipreciar aquí el paquete de composiciones donde Zitarrosa inaugura una suerte de "ética del amor" hasta el momento inédita para el género folclórico. Y la clave, por cierto, vuelve a aparecer en "Stéfanie", donde la ausencia definitiva o transitoria del amor, no se expresa a través de los recuerdos de una felicidad anterior y supuesta, sino mediante la ausencia misma. Recurso curioso, porque vaciar la ausencia de memoria religa el encuentro con el objeto amado, se lo apropia por la inversa, a partir del hueco existencial que dejó abierto. Hueco que, por otra parte, sólo puede revestir la esperanza. De ahí aquello de "sé que tu corazón fala de mim" que, sobre las últimas líneas se convierte, a modo de paradoja, en "puro olvido". Mejor dicho, en el reconocimiento sensato de que cuando el amor conserva la potestad de escribir una líneas bajo cierta advocación, el olvido no es más que un recuerdo puesto en carne viva.
"Tenés que pensar/que si no volvió/es porque ya te olvidó", dice el estribillo de "Zamba por vos", otra de esas canciones que ayudan a seguir viviendo. Al tiempo, reflexión –con los años de hedonismo y posmodernidad, sería peor– acerca del descarte que unos seres humanos ejercen sobre otros. Lo importante, parece conjeturar Zitarrosa, consiste en mantenernos alejados de ese daño para salvar el alma. Ahora, arrojados al olvido, entonces, escuchamos a Zitarrosa. "Toda canción", dijo, "debe ser un mensaje de la libertad, el amor y la justicia a la que aspiramos. No se puede hablar de alegría. Sí se debe hablar de pathos, de emoción". Quedémonos con esto. Y que al dolor le den morfina.
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