PAMELA ANDERSON: ICONO Y REALITY
El sueño americano
Por Mariano Kairuz
No es Marilyn Monroe, ni Brigitte Bardot, ni Bettie Page, pero se montó su propio programa y consiguió que la comparen con todas. Es notable: sin duda, no proyecta esa vulnerabilidad que convirtió a Marilyn en la chica material y espiritual perfecta; ni la sofisticada, encantadora ordinariez de la más bella francesa de los ‘60; ni introdujo una naturalidad sexual nueva en una sociedad con todavía mucho por descubrir como supo hacerlo la pin-up queen de flequillo en los ‘50. Y sin embargo, en su flamante miniserie Pam: Girl on the Loose, a la rubia neumática número uno, ex chica Baywatch, playmate deluxe desde hace más de 18 años, protagonista del video sexual “clandestino” más sonado, y empresaria dueña de su propia imagen, Pamela Anderson, se la compara con todos y cada uno de esos enormes iconos pop-sexuales. Es cierto que hay pocas cosas menos verdaderas que el reality de celebridades –sólo en E! pudieron verse en los últimos tiempos el de Denise Richards, el de la mansión Playboy y el de la familia de Lindsay Lohan– y Pam no es la excepción. Pero, una vez terminado cada episodio y su fantochada autopromocional, queda confirmado un hecho incontestable: Pamela Anderson ha llegado a convertirse en el mayor personaje sexual mainstream (es decir, no-porno, ni ex porno) de la cultura popular norteamericana de la última década y media.
¿Por qué? Vaya uno a saber, pero todo indica que, en medio de frases como “está la imagen que se conoce de mí, y aparte está mi yo verdadero” (uno de los leitmotiv de la serie), no hay nada más real que lo que Pamela Anderson ha fabricado de sí misma paso a paso. Uno de sus mejores amigos famosos es el fotógrafo David La Chapelle, a quien ella insiste en llevar (parece que en vano) a cada producción publicitaria para la que la contratan. Y cómo no: el estilo plástico & goma del artista resultó perfecto a la hora de hacer de ella la muñeca inflable que cobró vida. ¿Es posible tener algún tipo de relación real con esa rubia brillosa y desproporcionada de sus fotos, la que sale del cascarón de un huevo, la que batalla salvajemente en una cama con la mujer cerdo, la que –una imagen verdaderamente impresionante– se pinta literalmente sobre su cuerpo ese tostado de sol californiano sobre el que erigió su fama? En su biografía en Wikipedia se lee que fue al mudarse a Los Angeles, antes de Baywatch, que se hizo su primera “operación de aumento de pechos y se inyectó colágeno”; y que en 1999 (convertida en madre y con su carrera de modelo cotizando en baja) se sacó las siliconas, para, apenas un año más tarde, volver a hacerse un implante todavía mayor. Justamente: su mayor verdad es su artificio, y será por eso que ese amante de los desbordes y los plásticos que es John Waters la aplaudió de pie en una de esas galas hollywoodenses –una fiesta post-Oscar o algo por estilo– donde muchos snobs clase A suelen mirarla de arriba abajo como a un bicho fuera de lugar.
La chica desatada que promete el título del programa no aparece por ningún lado, y por ahora se dedica a mostrar cómo hace para mantener la máquina andando a los 41: presentándose en el legendario cabaret parisino Crazy Horse, apareciendo en Borat como fijación sexual del protagonista y usando este mismo programa como la última pieza del engranaje que la mantiene siempre en la cima. Todas cosas que hace, dice, como aporte para la herencia de sus chicos. No por nada en su última tapa para Playboy aparece con apenas una braga negra con el signo “$” en el centro.
Volviendo al principio –y a lo que tal vez quede al final–, sigue siendo obvio que Pamela A. no es Marilyn, ni Brigitte, ni Bettie (ni tiene una historia triste como Anna Nicole Smith), pero tiene a suficiente gente convencida de que juega en esa liga de iconos sexuales. “No sé si me pueden llamar artista o no –dijo hace un par de años–, pero he creado mi vida día a día. No tuve un plan para conquistar el mundo. Tuve oportunidades en Hollywood e hice una carrera de ellas. Y ni siquiera sé realmente cómo lo hice.”
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