A principios de los ’80, cuando se fueron los militares, descubrió que las plazas podían ser inmensos escenarios gratuitos y se convirtió en un precursor del arte callejero argentino. En los ’90 ya era una figura emblemática con sede semanal en plaza Francia. Después, salió a recorrer el mundo con su unipersonal, que lo hizo un especialista de los humores iberoamericanos: hizo reír en España con el franquismo, en Colombia rodeado de ametralladoras, en las favelas brasileñas y en la peatonal de Villa Gesell. Organizó las míticas Convenciones de Malabares, Circo y Espectáculos Callejeros. El modo en que destrozó el arquetipo del payaso ingenuo sólo agigantó su figura. Y ahora, después de muchos años, Chacovachi regresa a la Argentina para presentar un espectáculo en el que pone a prueba su propia teoría: la máxima consagración es hacer reír a los vecinos de la cuadra después de haber hecho reír a medio mundo.
Por Mercedes Halfon
Chacovachi es malo con los niños, es el anti Piñón Fijo, el anti payaso de voz finita, pero nada que ver con IT, ni tampoco con el malabarista de remera de Manu Chao. Es una molotov idiosincrática de calle, humor y circo. Hace años que no actúa en Buenos Aires, la ciudad que lo creó como personaje, atareado con sus viajes entre Europa y la costa argentina donde hace su espectáculo, Circo Vachi, rodeado de artistas de circo profesionales, y envuelto en una carpa tradicional. Pero Chacovachi es otra cosa: es y será el payaso de Plaza Francia. Durante dieciséis años hizo allí sus extrañas, brillantes y caóticas funciones donde se alternaban algunas pruebas acrobáticas, globología (ese arte de los globos finitos con los que se fabrican animales, espadas, o lo que él hace, mutantes), y feroces intercambios con el público que concluían con ovación y pasada de gorra. Chacovachi es el primer payaso punk argentino, el que suelta la lengua y hiere tiernamente con sus chistes, como un Crosty después de pasar una pésima noche.
Su avatar comenzó apenas finalizada la dictadura y siguió durante los ochenta prácticamente solo, hasta que en los ’90 los malabares, los payasos y el circo hicieron boom en todos lados. No fue sólo acá. El Cirque du Soleil comenzó a ser internacionalmente conocido, los circos dejaron de trabajar con animales y el teatro se unió a las estéticas circenses para crear esa mezcla llamada Nuevo Circo, que en distintas proporciones, y con particularidades nacionales, se instalaría en todo el mundo. Escuelas de circo en Canadá, Francia, España y también en Argentina. Los hermanos Videla, dos cirqueros viejos con mil trucos escondidos en sus músculos de superhéroes, se convirtieron en los padres de una nueva generación, transmitiendo sus saberes a jóvenes dispuestos a entregar sus vidas a esa imagen que parecía la de un renovado sueño hippie: artístico, internacional, libertario, contracultural.
Pero cuando todo eso sucedió, Chacovachi ya era el rey del mambo. Toda su vida había trabajado solo y en la calle, con su personalidad a prueba de balas dentro y fuera de los shows. En Argentina, en Colombia, en Cuba, en muchos países de Europa, en Marruecos, dando vueltas con sus petates de colores y sus humoradas que hacen reír pero también provocan, incomodan, generan la empatía extraña de los buscavidas, los que saben inventar latiguillos, frases poderosas: reflexiones de un inconsciente demasiado popular, demasiado hermoso, como para quedar condenado a sólo existir “en vivo”.
¿Cómo y cuándo decidiste ser payaso?
–Nunca pensé que iba a trabajar de artista, entre comillas, porque siempre creí que los artistas se morían de hambre. Yo vengo de una familia italiana, todo el mundo laburaba, estaba bueno tener un hobby pero había que encontrar algo para subsistir. Estudié en la escuela argentina de mimo Omar Viola, y toda esa gente era bárbara pero no ganaba un mango, los tenías que ver a las 3 de la mañana en el Parakultural, para veinte personas. De casualidad, estudiando en esta escuela, me tocó actuar en una plaza. Todavía estaban los militares y pidieron a la escuela si algún artista quería hacer algo. La cuestión es que fui y se me abrió un mundo. Me cambió toda la base, la plaza me dio todo lo que no me daba lo que venía haciendo.
¿Qué?
–La libertad que buscaba, una libertad física, psíquica y económica. Digo física, porque me di cuenta en seguida de que el país y el mundo estaban llenos de plazas, podía trabajar donde quisiera. Yo trabajé en 20 países, trabajé en Marruecos al lado de un encantador de serpientes, por 3 dólares la pasada de gorra, pero con 3 dólares vivía. Con 1 dólar pagabas el hotel. Después la libertad psíquica, porque vos no tenés que ser el mejor, no tenés que cambiar todo el tiempo. Villafañe decía eso: no tenés que cambiar de número, tenés que cambiar de público. También corría con la ventaja de que era una época en la que era más importante lo que vos representabas que lo que hacías. Representabas la libertad, siendo un payaso callejero, porque veníamos de donde veníamos. Hay algo que supuestamente a los payasos nos molesta, que es esto de que hacemos un arte menor. Para mí es al revés, me gusta que sea un arte menor, porque no me obliga a tener que ser un híper artista, con poder generar esto que genera un payaso que es divertir, asombrar, ya está. Si tenés suerte también inspirar, provocar, pero eso ya en una segunda etapa. Y después la libertad económica: no dependés de nadie.
¿Qué hacías en tus primeros espectáculos?
–Me acuerdo de que la primera vez que iba a actuar en la calle me hice una listita de las cosas que sabía hacer. Una rutina de mimo, la gallina, tres pelotitas que me había enseñado mi abuelo, y con eso intuitivamente encontré cómo entretener, que es la base de los payasos. No hablaba, porque venía de la escuela de mimo. Y cuando empecé a hablar lo hacía en falsete; mi estereotipo de payaso era ése, un tipo con una voz finita. Pero no podía ser tonto, si eras tonto en la calle, por más que fuera una época en la que la gente valoraba, también era una época que la gente no entendía que vos podías trabajar en una plaza pública. Al principio fue toda una experiencia hermosa con mucha inconciencia. La cosa para mí funcionaba; el éxito depende de las pretensiones, y las mías eran ir a la plaza y poder sobrevivir. Y después pasar la gorra, cuando me di cuenta de que podía hacerlo fue una revolución. Porque era la única forma de poder ganar dinero, entre comillas, sin laburar, que sigue siendo lo que hago ahora.
¿Hubo cosas que te marcaron, que te hicieron construir el payaso que sos?
–El punto creo que fue llegar a Plaza Francia. Yo laburaba en Parque Centenario, una plaza de la esquina de mi casa. Un día voy al Centenario y no se podía trabajar porque había un acto político, y yo vivía de eso, entonces me fui a plaza Francia por ese domingo, e hice el doble de dinero. Además cambió el target de público que me veía: era el público que iba al Centro Cultural Recoleta, era un público al que daba gusto criticar, desde mi lado. En la esquina de mi casa la crítica casi no existía, la gente era como yo... En cambio en Recoleta se generó este payaso de ciudad grande que soy yo. No soy un payaso de calle Florida, sino de plaza de sábados y domingos, donde hay gente desprevenida y gente que va a ver espectáculos, hay una mezcla de las dos cosas. Llegar a plaza Francia me cambió lo que era, empecé con la crítica, ser un poquito más políticamente incorrecto, trabajar más con la inteligencia.
¿Tu familia estaba de acuerdo con que decidieras trabajar en la calle?
–Sucede que yo fui soldado durante la guerra de las Malvinas, no estuve en el frente peleando, pero fui soldado y estuve acuartelado hasta que terminó la guerra, y no fuimos porque el avión era chico, en fin, vivimos un trauma con todo eso. Por eso, cuando terminó la guerra tenía una especie de libertad en mi familia porque ellos me dijeron que me iban a bancar ese año. No tenía que salir a laburar inmediatamente, pero yo empiezo a hacer esto y enseguida empiezo a ganar dinero en la plaza. En mi familia –mi vieja es maestra, mi viejo empleado público–, una cantidad de dinero que aparecía de esa manera era muy valorado. Nadie me podía decir nada. Mi madre aceptó enseguida; con mi padre, italiano, fue más difícil. Me acuerdo la primera obra que hice, los invité a verla y era una con Elizondo (el director de la Escuela Argentina de Mimo), estábamos todos en pelotas durante veinticinco minutos. Mi viejo me decía “Escúchame, traigo a tu mamá y están todos en pelotas” (risas). Era una inconciencia muy grande llevar a mis viejos ahí.
¿Cómo fuiste montando el espectáculo en la calle?
–Y yo a los 23 años ya era un profesional, vivía de mi profesión. Me compré una bicicleta de heladero para llevar las cosas, después me compré un auto, porque así era más fácil. Me acuerdo cómo me fui dando cuenta de cómo era la producción de un espectáculo, que es algo fundamental. Primero me conseguí una escalera, porque me avivé de que si me subía arriba, y decía lo de la gorra arriba de la escalera, dominaba más a la gente y la gente no se iba porque yo la estaba mirando..., bueno eso creía yo en ese momento, eran cosas que me preocupaban. Después me compré un bombo porque dije: si toco el bombo arriba de la escalera me van a escuchar de más lejos. Marketing elemental, ¿no?
Debe haber algo de desprotección en estar trabajando en la calle, a veces en lugares desconocidos...
–Sí, es grande la desprotección, pero los artistas callejeros nos manejamos dentro de eso. Vos tenés que convocar, hacer que venga la gente, y si la gente no viene y sigue de largo, es una tragedia. Que me ha pasado, como a todo artista callejero, sobre todo si no estás en un lugar seguro. En la plaza donde trabajás todos los domingos, ya sabés. Yo todavía trabajo en lugares desconocidos y espero hacerlo toda la vida. Casi no lo necesito ahora, lo hago para seguir manteniendo esto que me da la calle, esta impronta. Esto de ser una especie de comando. Cuando vas a trabajar a lugares como el festival de Tarrega, de donde salís a las 8 de la mañana, mal dormido, de un camping, con otros doscientos artistas en una ciudad que se ensucia enseguida, y tenés que encontrar tu lugar, y transar con otros artistas y convocar a la gente, y no perder tu dignidad. Eso te da un entrenamiento fabuloso. Un artista callejero lo primero que aprende es que el fracaso puede ser un triunfo, que no te puede lastimar. Yo he hecho funciones horribles que a los diez minutos eran la mejor de mi vida. La calle tiene esas cosas, es imponderable porque no la hacés completamente vos: la termina de hacer el público. Pero cuando te repetís, no le ponés ese plus, es cuando la cosa se empieza a poner mediocre.
Pero a veces las cosas pueden salir mal y no hay corte, no hay música que aparezca y salve las papas...
–Una vez, en el truco que hago con las pelotas de ping-pong, que las soplo una y otra con la boca, lo hago y se me salen volando los dos dientes de adelante. Uno para cada lado. En el medio de la función yo buscando los dientes y la gente aplaudía y se moría de risa, pensando que era un gag. Y yo me los había puesto, eran dos pernos con corona, que me habían salido 100 dólares cada uno, desesperado estaba. Pero es un gag maravilloso, si yo pudiera en cada función escupir y que se me salgan los dos dientes.
Cuando arrancaste en los ‘80, ¿cómo se tomaba al artista callejero antes de que se instalara como algo habitual ir a una plaza y ver a un malabarista actuando?
–Era muy resistido mi humor en el ambiente digamos culturoso del teatro de calle. Yo era un payaso berreta. Una vez, en el ’87 creo, hubo un festival de teatro de calle en Buenos Aires. Fui, presenté mi CV, pero no me eligieron. Y ya vivía de eso, eso me habilitaba para estar en cualquier lado; yo decía: junto 500 personas en una función, te guste o no te guste era un referente. Bueno, me puse re-mal, pero fui a ver todo el festival y me parecía que lo que hacían no tenía nada que ver con un espectáculo callejero, venían obras de Rosario que duraban dos horas, con un intervalo de media en el medio, no pasaban la gorra, no tenían una convocatoria, que son cosas elementales de un espectáculo de calle. El último día se hizo una charla con la prensa y agarré el micrófono y dije que lo que había visto no me parecían espectáculos callejeros, que no tenía las cualidades que tenían que tener. Y saltó uno y me dijo: “Tampoco es cuestión de ir a la calle a preguntar qué gusto tiene la sal”. En ese momento yo me re-ofendí, ahora me moriría de risa, estaría buenísimo si yo digo en una función qué gusto tiene la sal y 500 personas me dicen salado, si lo que tenés que hacer en la calle es eso.
Pero de a poco a fines de los ‘80 el panorama fue cambiando...
–El teatro callejero se abrió, claro, se empezó a entender qué era el teatro callejero, es decir, que teatro en la calle era una cosa y teatro callejero era otra. Y después, cuando empecé a viajar me di cuenta de que lo que yo hacía ya lo hacían otros hacía cinco mil años, el mismo estilo, la misma dramaturgia. El fenómeno empezó en el ’84, cuando se fueron los milicos y todas las plazas se llenaron de artistas, los primeros que salieron fueron los grupos de teatro popular, El motepo, el teatro del Dorrego, Adhemar Bianchi con Catalinas Sur. Y otro tipo de teatro como el Clú del Claun, La banda de la risa, con ellos fuimos compañeros de plaza, pero ellos eran más actores, estaban buscando lo que después fueron, unos grandes artistas de teatro. Después, ya en los ’90, empieza todo esto del malabar, del circo, que de alguna manera yo y toda la gente que trabajó conmigo con las Convenciones de Malabares anuales, difundí un poquito. En el ’90 la gente captaba lo que era un espectáculo callejero.
Has recorrido un largo camino, payaso
A partir de 1996 Chacovachi organizó junto a otros artistas de circo –a la usanza europea– la Convención Argentina de Malabares, Circo y Espectáculos Callejeros. Allí asistieron miles de malabaristas, acróbatas, contorsionistas, actores y allegados a aquel universo multiforme. Durante los días que duraba el evento, una suerte de Woodstock más freak que rockero, era posible equiparse de instrumentos de malabar, chalupas (los zapatos gigantes que usan los payasos), maquillajes especiales, o ver toda clase de películas temáticas como La strada, o espectáculos del mejor y más novedoso circo, tanto local como extranjero; además de poder tomar clases de cualquier disciplina afín, como podría ser la “parada de manos”. Estas convenciones se siguen haciendo, anual o bianualmente, y Chacovachi sigue cumpliendo allí un rol central. Pero al mismo tiempo, o un poco antes que las convenciones empezaran a sucederse, este payaso comenzó su itinerario por el mundo con su espectáculo unipersonal. En cada puerto una historia.
Vos empezaste a viajar y fuiste a Colombia, Cuba, España. ¿Cómo era el público y cómo reaccionaban con vos?
–Cuando fui a Colombia hice 18 universidades por todo el país: Medellín, Cali, Bucaramanga, con una productora. El presidente de Nescafé de Colombia pasó por plaza Francia y me vio. El hacía Nescafé Concert, llevaba jazz y rock a las universidades, pero me vio y se le ocurrió llevarme. Pensó que podía funcionar y fue así. A mí me largaban, es decir, a un argentino y yo soy híper argentino, irreverente, me largaban en una universidad, a las 10 de la mañana, para 2000 colombianos, la cosa funcionaba, la mitad me amaba, la otra me odiaba, pero nunca más se iban a olvidar de mí. Fue muy cerquita del cinco a cero que nos hicieron acá y todo el tiempo hablaban de eso. Trabajé también en alguna plaza, pero rodeado de uniformados con metralletas, ¡que me custodiaban a mí! Era muy extraño. Pero fue una experiencia increíble, los artistas crecemos cuando trabajamos para otro tipo de público, cuando salimos de nuestro lugar seguro.
¿Y en Brasil?
–Cuando salgo a Sudamérica soy un poquito menos picante, me manejo por otro lado. Porque el argentino puede soportar cierta ironía, pero en Brasil, o también en Colombia, donde tienen un humor más ingenuo, algunas cosas pueden molestar. Y la verdad es que no quiero molestar a nadie, no me privo de decir nada pero si no es necesario, si estoy en medio de la selva, o laburando en una favela brasileña, no los quiero molestar, prefiero divertirlos, entretenerlos, que se queden pensando, pero hay cosas duras que no se las quiero decir porque ellos las viven todos los días, para qué se las voy a recordar.
En España sí lo hacés.
–Y ahí mis chistes son políticos, sobre esta relación que tenemos del Tercer Mundo y el Primero, chistes muy sencillos como, si no me dan mucha bola, yo les digo: “Pero qué pasa, yo les hablo, les hablo, ustedes me sonríen pero no me hacen ni caso, ¿qué soy? ¿El rey Juan Carlos?”. O les puedo decir: “Saquen la alegría, saquen el desparpajo, saquen al indio sudamericano que tienen adentro”, dejo que bajen y digo: “al indio sudamericano que se comieron hace 500 años y devuélvanmelo”. Quedan todos tragando saliva. Mi espectáculo en España es así: lo primero que digo cuando todo el mundo aplaude al comienzo del show es “Españoles, españoles, Franco ha muertoooo”, que es lo que salió en la radio, y todo el mundo grita “aaahhh” pero la mitad se queda tragando saliva. Eso es emocionante para mí. Una vez en Santiago de Compostela, frente a la Catedral donde Franco iba a comulgar, una señora me dijo llorando: “Yo pensé que me iba a morir sin escuchar esa frase”. Después vino otra y me dijo “Tú no sabes lo que has dicho, tío. Decir esto en esta plaza”.
No son chistes muy de payaso que digamos...
–Lo que hago yo es generar emociones en la gente, que son un poco distintas al sentimiento típico que esperamos del payaso que es que te haga reír desde el lugar más ingenuo, más liviano; yo soy un payaso un poco más maldito. Todos tenemos un muerto en el placard. Cuando vos te reís de algo duro es porque lo entendés, todos los chistes que hago tienen una tragedia atrás. Un chiste típico mío es cuando le digo a un nene “Mi amor, ¿vos sos feliz?”. Y él me dice, sí, entonces yo le digo: “Bueno, ya se te va a pasar”. Y lo acaricio. Hay una tragedia muy grande, pero cuando vos te reís de las tragedias te estás preparando para soportarlas, y no quiere decir que le faltes el respeto. El ser humano usa la risa para sobreponerse a las tragedias. Es lo único que podemos hacer. Cuando vos podés hacer chistes podés empezar a superar, todavía en la Argentina no hay chistes sobre desaparecidos, no podemos hacer chistes sobre aviones, gente volando, gente encapuchada, no podemos porque no nos hemos sobrepuesto. Con el sida empieza a haber chistes porque el sida es cada vez menos peligroso, no es tan fatal y a partir de que existen esos chistes se descomprime algo.
¿Y un payaso es uno de los primeros en tener permiso para hacerlos?
–A los payasos se nos permite decir cosas que los comunes mortales no pueden decir. De la misma manera que les podemos decir cosas a los chicos, sin ser malvados, cosas que sus padres se las quisieran decir pero no lo hacen porque viene Piaget y los mata. Tenemos esas libertades y las tenemos que usar; la gente espera eso, que seamos distintos a ellos.
¿Y qué te da ser argentino, además de payaso?
–Yo cuando voy a trabajar a España llevo una túnica que dice “4 pesos = 1 euro”. Esa es mi ideología. Es la realidad total y los chistes son con eso. Si voy a Marruecos soy un infiel que igual tiene buena onda. Creo que la actuación es un recurso más para el payaso, como si sos malabarista es un recurso más. Te sirve, sin duda. Pero no tenés que actuar, el payaso no se actúa, tiene que salir de adentro. Yo digo, medio en chiste, que los clowns, cuando se saquen la costumbre de actuar, van a poder ascender a payasos. Y vuelvo a lo anterior, por ahí el clown no sea un arte menor, si lo hacen desde un lado –qué sé yo– copado.
Hay payasos muy artificiales con sus maquillajes, sus gestos...
–No creo en los payasos que manejan mucha fantasía, creo más en el payaso que se le ve la piel. Hay un dicho que dice que la fantasía te consuela de lo que no podés ser y el humor te consuela de lo que sos. Creo en eso. Para mí el payaso es el más humano de los artistas. El artista es la profesión más humana que existe, en el sentido de que el arte no tiene una utilidad, no es ser carpintero, y a la vez es algo que caracteriza al ser humano, hacer arte. Yo digo que el payaso es el más humano de los artistas, porque trabaja con perder...
Con fallar...
–Con todo lo que el artista esconde, con todos sus lugares débiles. Y después el payaso callejero es el más humano de los payasos, porque trabaja en la calle, donde está la humanidad, de alguna manera. Creo que no hay que perder ese norte. El mundo va cambiando y va cambiando eso de lo que nos reímos: Los Simpson, Padre de familia, South Park, mi Dios, impensable que antes alguien se hubiera reído de las cosas que ellos se ríen. Para poder hacer humor tenés que meterte en ese tipo de lugares, complicados. El humor blanco ya casi no hace reír más. Por eso, creo que el desafío de los payasos, de los payasos callejeros digo, es no perder la humanidad. Ser cada vez más humanos, como dinosaurios.
La larga risa de todos estos años
Pero Chacovachi vuelve a Buenos Aires a hacer su espectáculo ¡Cuidado! Un payaso malo puede arruinar tu vida, después de años y años, otra vez en la ciudad que vio su nariz enrojecer, y no por efectos del alcohol. Lo hará en el Circo de Aire, el espacio de María Bordesio, otra trapecista mítica de los tiempos del boom malabar. Y todo tiene un tinte de nostalgia, tener que verlo en un teatro, fuera de su terreno propicio que es la calle, la improvisación, la respuesta inmediata filosa, la desprolijidad de un artista que no se define por sus trucos sino por lo que los rodea. No importa el monociclo, ni el diábolo, ni la pelotita de ping-pong que permanece en el aire. O se cae. Nostalgia porque la época de los grandes espectáculos de calle en la calle, en Buenos Aires, parece haber terminado.
¿Te dan ganas de volver a actuar acá?
–Me encanta. El otro día hice una función, no me acuerdo dónde pero acá, y dije la palabra sorete y me entendieron y yo era feliz porque hacía seis años que no podía decirla en ningún lado porque nadie me entendía. Estoy como pegando la vuelta, ¿viste? Un artista callejero primero tiene que trabajar en la esquina de su casa, su desafío mayor es hacer reír a su gente, que son los más críticos, porque te conocen. Después tenés que irte a probar al centro de la ciudad, con otros artistas, gente que no es igual a vos, después tenés que ir a lugares que ni te imaginabas que existían y al final tenés que volver a la esquina de tu casa y ver qué pasa. Es lo que me pasó en enero y en febrero en Villa Gesell, me volví a encontrar con el público argentino. Fue espectacular porque no tenía que traducir nada.
¿Nunca te cansó vivir de manera itinerante?
–La gente se pregunta si trabajás en la calle donde vivís, y la verdad es que si te manejás en un circuito profesional podés vivir toda la vida así. Mientras tengas la energía: en la calle a veces hace frío, a veces calor, a veces las circunstancias, los locos, los ladrones, la policía, todo está en la calle. Pero la calle te hace parte de ese folclore y te acepta.
¿Y en qué te cambió tener un hijo?
–Ringo va a cumplir 4 años. Mi último sacudón fuerte había sido la muerte de mi vieja en el 2002. Y mi payaso se hizo oscurísimo, en los primeros seis meses, un año, yo estaba sin pareja, mi payaso era ése, esperanzado pero oscuro. El nacimiento de mi hijo cambió mi payaso de nuevo. Me pasa que descubrí a los nenes ahora. Laburé toda mi vida con chicos y me di cuenta de lo que es un chico desde el nacimiento de mi hijo. Hay chistes que no hago más. Porque ahora entiendo, los hacía desde la ignorancia, ahora no puedo, me duele demasiado.
La calle de Buenos Aires pareciera haber perdido la vitalidad de los ’90, cuando había grupos de mucha calidad en las plazas.
–A mí me encantaría que empezara a haber festivales de teatro de calle en Argentina, que nos den ese lugar, sueño con eso, con un Aurillac (el festival francés), con un Tarrega, creo que podría ser una forma importante de educación. Como cuando fui a Tarrega por primera vez, que es este festival que se hace en España y que recibe a 20.000 personas que van a ver teatro, que hay un camping casi gratis, que todo sucede en la calle, que la gran mayoría es a la gorra, yo he visto punkis, pasados, con agujas por todos lados, llorando con un número de títeres.
Esas son las particularidades de los espectáculos en la calle. Los puede ver cualquiera, no hay que entrar a ningún lugar, ni pagar entrada.
–En la calle una persona va caminando, y tiene que apostar a ver ese espectáculo, y se siente en peligro, en peligro de juego de niños, pero acepta con todos los demás, y comparte esas circunstancias híper particulares. Y si hay 400 personas echando una carcajada por algo que los hace muy felices, eso es compartir, que todos pensemos igual en algo, si no no reiríamos; lo que hace la risa es unir a la gente. Y eso es ancestral. Los indios, en redondo, el fuego en el medio, el médico brujo hablando, los otros festejando, en la calle pasa exactamente lo mismo. Y como somos todos muy viajeros cumplimos lo que hacían los circos antes, que era transmitir cultura. Antes llegaba un circo a tu pueblo, no había TV, y veías a unos húngaros, unos brasileños, unos japoneses, era una cosa cultural, eran distintos a vos. Los artistas callejeros somos bichos raros en todos lados. Yo una vez hice un cálculo de lo que sucede. Yo en una época tenía un contador y cuando comenzaba la función se lo daba a una persona del público y le decía: cada vez que te reís, marcame el contador. Yo después le pedía 1 centavo por risa, era una historia que tenía ahí, pero la cuestión es: la gente se reía 100 veces, 100 carcajadas por 400 personas son 40.000 risas. Que rebotan en redondo de 15 metros de diámetro. Eso es muy fuerte, tanto que hablan del reiki y eso, estar en un círculo con tantas risas que rebotan, eso le hace bien a cualquiera. Un artista callejero que hace reír a la gente y la descomprime, es un chamán.
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