El infierno está en Indiana
Basado en una historia real, el telefilm estadounidense narra con rigor y sin escatimar detalles los tormentos físicos y psicológicos sufridos por una adolescente. El director se limita a exponer los hechos, que surgen como la materialización del horror.
Por Horacio Bernades
Que el siglo XX prohijó horrores a granel, nadie lo ignora. Que siempre hay alguno nuevo por descubrir, tampoco. Por ejemplo, el caso que los archivos tribunalicios guardan bajo el membrete de “Baniszewski vs. el Estado de Indiana”, según los entendidos el mayor crimen cometido contra una persona en la historia de ese estado de la Unión. Tuvo lugar en octubre de 1965, cuatro meses después de que los padres de Sylvia Likens, de 16 años, la dejaran, junto con su hermana Jennifer, en casa de Gertrude Baniszewski, una mujer asmática, divorciada, semidesempleada y con seis hijos a cargo. No muy cuidadosos a la hora de procurar bienestar a sus hijas, los Likens no podían imaginar el desfile de horrores en que se convertiría la estancia de Sylvia y Jennifer en aquella casa. Desfile que un telefilm estrenado dos años atrás en Estados Unidos reproduce puntillosamente. Tal vez podría parecer una nueva expresión de esa clase de películas a las que se ha dado en llamar “pornotortura”. Pero no. Que ésta aspira a algo más lo demuestra el título original: An American Crime. El sello Transeuropa acaba de editarla en DVD, con el título de Crímenes imperdonables.
Trabajadores de circo, en junio de 1965 Lester y Betty Likens trabaron contacto casual con la señora Baniszewski, una mujer demacrada, ojerosa y tabáquica, que cargaba un bebé en brazos y tenía otros cinco correteando alrededor, en su casucha pequeña y descuidada. Gertrude “planchaba para afuera”, pero evidentemente no le alcanzaba para mantener más o menos dignamente a su prole. Según algunas versiones, lo que le faltaba lo completaba prostituyéndose. Según otras, la que se prostituía era una de sus hijas mayores. Y están los que admiten ambas versiones. En el telefilm coescrito y dirigido por el nativo de Indiana Tommy O’Haver, Gertrude (impresionante Catherine Keener) le pone una manito sobre el muslo al señor Likens, cuando éste le ofrece 20 dólares a cambio de la manutención de sus hijas. Una semana más tarde, bastará que el giro postal se demore 24 horas para que la señora amenace a sus huéspedes, cinturón en mano. Como Jennifer sufría de polio, Sylvia pidió que sólo la castigara a ella, sin saber que se estaba ofreciendo como cordero sacrificial.
Producido por Christine Vachon (productora favorita de Todd Solondz y Todd Haynes), el telefilm de O’Haver sigue en detalle el crescendo de castigos físicos aplicados por la anfitriona, que incluyen ataduras, reclusión, quema con cigarrillos, penetraciones vaginales con botellas y, finalmente, violaciones, a cargo de algún chico del barrio. Créase o no (ahí están como prueba los archivos del juicio), primero los hijos, luego los amigos de éstos y finalmente chicos de las inmediaciones fueron testigos y participantes activos de esos tormentos, que empezaron infligiéndose perche mi piace y terminaron convirtiéndose en una especie de juego colectivo. Según las actas, Sylvia era una suerte de niña modelo que atravesó todos los círculos de ese infierno con estoicismo inusitado. Tanto, que parecía ensañar aún más a sus lampiños verdugos. El encanto, la dulzura, la inalterable sonrisa de Ellen Paige (recordada por el protagónico de La joven vida de Juno) no hacen más que incrementar en el espectador la sensación de estar asistiendo a una suerte de derrumbe universal, en el que el resto del mundo se comporta de acuerdo con el más estricto, abominable “no te metás”.
¿Cuál es el sentido de lo sucedido, y cuál el de enfrentar al espectador a una reconstrucción despiadadamente fiel? Contestar la primera pregunta sería incurrir en soberbia, en la medida en que el telefilm de O’Haver se limita a exponer los hechos, sin intentar la más mínima explicación. Sólo aquel quejido de Apocalypse Now (“el horror... el horror...”) parece capaz de acompañar uno de los más francos descensos infernales emprendidos por el cine contemporáneo, de Salò para acá. Y eso que infiernos no son lo que anda faltando.
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