sábado, 25 de julio de 2009

El frío que ha de hacer allá arriba


Por Juan Forn

En mi recuerdo, cuando el hombre llegó a la Luna eran las vacaciones de invierno, yo tenía nueve años y estaba con una pandilla de primos en la casa de mis abuelos en La Cumbre, y me quedó tan grabada aquella noche que la puse en mi primer libro, y franeleé tanto esa escena cuando la escribí, que ya no puedo separar la realidad de lo que agregué. Cosa que calza como un guante con el episodio, ¿o alguien cree que alguna vez sabremos cuánto hubo de verdadero y cuánto de falso en aquel paseo de Armstrong por la superficie lunar? En mi recuerdo, como dije, es de noche, mis abuelos tienen invitados a comer y se ha dado lo inconcebible: que mi abuelo haya dejado entrar un televisor en la casa. El aparato está encendido en una especie de estar que hay a un costado del living, los grandes se han sentado a la mesa en el comedor, al otro costado del living, y a los chicos, que comimos antes, en la cocina, nos mandan arriba, a la cama. El alunizaje está anunciado para después de la medianoche. Las horas pasan interminables. Mis primos se van durmiendo a pesar del barullo de los grandes abajo. En cierto momento yo me armo de coraje, me levanto, voy a espiar desde el hueco de la escalera, veo que han terminado de comer hace rato. Hay pocas luces encendidas. Algunos invitados cabecean en los sillones del living, mirando el fuego de la chimenea. Otros juegan cansinamente a las cartas en la mesa del comedor, bebiendo sus whiskies de a sorbos. También hay gente en la cocina, preparando café. Yo bajo en puntas de pie la escalera, me cuelo como un fantasma en la sala del televisor, me escondo debajo de los abrigos de los invitados que cuelgan de un perchero a la entrada. Desde ahí veo que hay sólo dos personas frente al televisor. Una es mi abuelo. Tiene los anteojos puestos, no puedo verle los ojos, pero es evidente que está despierto por la tensión que electrifica su cuerpo. El otro invitado ronca. El volumen del televisor está bajito. El locutor dice de pronto: “...un pequeño paso para el hombre, un salto enorme para la humanidad”. El que roncaba se despierta de golpe y corre a avisar a los demás. Mi abuelo se queda inmóvil. Veo que le corren unas lágrimas brillantes por debajo de los anteojos. Tiene las manos agarrotadas contra los apoyabrazos de su sillón y llora.

Enseguida entran todos en la habitación, yo aprovecho el tumulto para escabullirme, cuando ya estoy por la mitad de las escaleras veo por el ventanal del living que mi abuelo está afuera, en el jardín, solo, mirando al cielo. Aunque estoy descalzo y en pijama salgo igual, lo veo dándome la espalda, con los brazos abiertos y la cabeza echada hacia atrás. Parece que va a gritar algo a la Luna allá arriba, pero sólo se queda así, con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta, respirando a bocanadas el aire de la noche. Pienso: se va a morir. Pero no: se va calmando de a poco, hasta que baja los brazos y mete las manos en los bolsillos y encara hacia donde estoy yo mirándolo. A mi espalda, por la puerta que dejé abierta, se oyen los corchos de las botellas de champagne y los brindis y las risas. Y mi abuelo me dice: “¿Qué carajo hacés acá, vos?”. Y yo salgo como chicotazo para adentro, subo los escalones de tres en tres y cuando me entierro debajo de las sábanas, con el galope enloquecido del corazón ensordeciéndome en las sienes, me doy cuenta de que tengo los pies y los bordes del pijama empapados de rocío y el resto del cuerpo entumecido de frío, un frío glacial, como el que ha de hacer allá arriba.

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