UNA ESCENA DE PELICULA FAVORITA
Mi vida sin mí
Por Soledad Villamil
Son muchas las películas entre las que tengo que hacer memoria para elegir una favorita. Pero sin embargo hay una que vuelve una y otra vez a mi cabeza, porque hay algo en su desenlace que la convierte en una de mis favoritas de todos los tiempos. Es una de esas películas que te dejan marca, que cambian la manera en que mirás tu propia vida.
Es un clásico: Qué bello es vivir, de Frank Capra. El protagonista de la película, George Bailey, interpretado por James Stewart, es un hombre que lleva una vida que, él cree, no lo satisface. Un hombre que tuvo otros planes para su vida: viajar, recorrer el mundo; mientras que, ahora que ha llegado a la adultez, su existencia cotidiana transcurre en un pueblito, lejos de aquella fantasía y de aquel ideal que abrigó de joven. Uno sabe el fracaso que significa para el personaje, porque la película va mostrando en un continuo flashback toda su vida anterior. Hasta que llega un momento de extrema frustración y desencanto. Desesperado por un problema de negocios, George Bailey duda en suicidarse para pagar la deuda con el seguro de vida. Es el Día de Navidad. Entonces aparece su ángel de la guarda –un hombre que por cierto no tiene en absoluto la imagen convencional que se pueda tener de un ángel– y, justo cuando él acaba de llegar al punto de renegar de su vida entera, de desear no haber nacido, el ángel le concede ese deseo y George puede recorrer y observar la vida de su pueblo, de su familia, de sus vecinos, de todas las personas a las que quiere, tal como hubiera sido si él no hubiese existido, si él no hubiera estado allí con ellos.
Tal como hubiera sido si él no hubiera obrado acciones que, sin saberlo, cambiaron el destino de muchos de los que lo rodeaban. Si no hubiera evitado que el boticario para el que trabajaba envenenara a un niño por accidente. Si él no hubiera estado ahí para salvar a su hermano cuando tuvo el accidente de trineo en su infancia, y si por lo tanto su hermano tampoco hubiera estado ahí y salvado la vida de miles, como soldado en la guerra. Ve a su esposa como una amargada solterona. A su madre como una viuda sin hijos, resentida y llena de dolor.
Una vez atravesada esa pesadilla vuelve al puente del que pensaba arrojarse, y pide que le devuelvan su vida, y ése es el momento que más me conmueve de la película: el momento en que regresa a su casa y ve con otros ojos su propia existencia, su familia, el pueblo. Es una escena extraordinariamente emotiva, pero hay algo más que la emoción del momento: esa imagen, esa idea de una situación extrema que lo pone a uno en perspectiva. Como en esa situación crítica que vive George Bailey, hay veces que es necesario distanciarse, poder verse a uno mismo desde afuera. Hay ocasiones en que es imprescindible lograr esa separación, trazar esa distancia respecto de la vida cotidiana. Ocasiones en las que se está demasiado sumergido en los problemas como para poder ver una solución o para entender que tal vez no se trate realmente de un problema. Cuando accedemos a esa posibilidad, la de ponerse a uno mismo en perspectiva, somos capaces de aquietarnos y de darle un nuevo sentido a todo lo que nos rodea.
Y la película ofrece esa herramienta. Tomar distancia de las preocupaciones cotidianas para entender y aceptar que lo que uno desea y considera lo mejor para sí mismo –como George y su fantasía de salir del pueblo, de viajar, de “estar en otro lado”– no necesariamente lo es. Darse cuenta de tal vez lo mejor no es lo que está lejos, sino justo lo que tenés al lado tuyo.
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