Por María Moreno
Cuando el hombre pisó la Luna, mi abuela estaba planchando frente al televisor. Mientras Armstrong caminaba como por un mar de talco, un locutor traducía las palabras con las que hizo honor a la tradición del cronista que consiste en reducir lo extraño a lo conocido: “El paisaje de la Luna es tan lindo como el del desierto americano”.
“Abuela, el hombre está en la Luna”, dije (la infantilizaba como suele hacerse con los viejos). Ella se encogió de hombros como ante todo aquello que, estaba segura, no cambiaría un ápice su destino de campesina gallega para quien el ascenso de clase era una ambición tan desatinada como el viaje a la Luna. Y, como prueba de la física terrestre, escupió sobre el cuello de la camisa que tenía sobre la tabla y luego le apoyó la pesada Atma, pero a esto lo debo estar inventando. Lo que es seguro es que frunció el ceño hasta casi apiñar todos los rasgos de la cara para adherir instantáneamente a la versión conspirativa del falso alunizaje. No recuerdo la explicación entusiasta con la que yo pretendía ejercer sobre ella una pedagogía del futuro ni los términos de su negativa. Quizás, al carecer de propiedad alguna, comprendía que la escritura de una parcela en otro planeta, como prometía la ciencia ficción, sería para otros, no para los pobres de la Tierra. O su idea de corte absoluto con el pasado y mundo nuevo se resumía en su llegada a Buenos Aires desde La Coruña, en la irrupción de esa lengua que llamaba “la castilla”, y en el pase del señor feudal al patrón con dos pisos. Aunque no recordaba el nombre de su Eagle, afirmaba que luego de un mes de viajar en tercera, al bajar por la planchada en el puerto de Buenos Aires había comprobado que tenía barba. La explicación de un desorden hormonal no la sacó del mito: no debían ser más de dos o tres pelos que ella misma se arrancó con la mano antes de llegar el Hotel de Inmigrantes.
Mi abuela no concebía un poder que no fuera en cuerpo presente –el rey, el amo, el patrón, el médico– ni fuera de la tierra, palabra en la que no reconocía el nombre del planeta sino que traducía en terruño, el lugar en donde había laborado de acuerdo con una Luna más afín al reloj que a la carrera espacial o a la figura poética. Al proyecto “m’hijo el dotor” lo había realizado en femenino y a disgusto a través de mi madre (la habría preferido empleada) pero ciencia y técnica mantenían para ella un sesgo demoníaco como era común en los de su origen y aunque las hubiera aprovechado sin entender sus principios –usó el barco, ése de su episodio transexual, y el teléfono por el que averiguaba la hora y daba las gracias–, el cubito de caldo disolviéndose en el agua hirviendo de una olla le provocaba más perturbación que la mujer serruchada al medio del teatro de variedades. El saber campesino suele convivir con una mirada involuntaria de vanguardia: avenida a la convención del radioteatro que divide hasta la eternidad en episodios, miraba, por ejemplo, los diversos programas en los que trabajaba José María Gutiérrez y alguna de sus películas en un ciclo televisivo de cine nacional como si se tratara del mismo programa: hallaba una coherencia interna de invención personal entre el ciego de Marianela, el gobernador Méndez Garzón de La Patagonia rebelde y un Mandinga criollo. Con idéntica originalidad, en la Cuba de la Revolución, la señora Ibarra, también de origen campesino, condenada por la televisión oficial a ver películas de Tarkovsky a las dos de la tarde, las veía como si fueran la misma y siguiendo sólo los acontecimientos del segundo plano, lo que podía llevarla a exclamar en medio de Solaris “Pero, ¿y el perro?”. A través de su experiencia de la historia, mi abuela sabía, sin necesidad de argumentos de lo caprichoso y aleatorio de toda carrera imperial, que ese hombre que caminaba con pasos de bebé sobre una superficie blanca y bajo una mochila de oxígeno jamás dejaría de ser un sietemesino galáctico, que sólo en la Tierra podría respirar a sus anchas. Atrincherada en su cocina, vestida de negro de la cabeza a los pies como en el hórreo, siempre atenta al ritmo de las hornallas, en donde la excelencia se debía más al tiempo invertido que a los condimentos, la Luna siguió siendo para ella la guía de las cosechas y la mancha blanca de la escenografía, cuando no el espacio nocturno en donde una mujer se peina ante su tocador, según una de las tantas figuras del antropomorfismo popular. A su modo, el futuro le dio la razón.
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