A 40 años de la llegada del hombre a la Luna: un día en que la humanidad entera se sentó frente a sus televisores (otro avance que no tenía demasiados años) para ver la transmisión desde el espacio (otra novedad). Estados Unidos ganaba la carrera espacial, el mundo se sentía hermanado por un rato, los mayores nacidos en el siglo XIX coronaban una vida de destrucción y progreso por igual, los niños deliraban con los mundos de la ciencia ficción, los paranoicos creían que era todo un bluff y tres hombres con una computadora menos sofisticada que un celular llegaban flotando en una lata para dar el paso más célebre de la humanidad. ¿Cuánto se avanzó desde entonces? ¿Fue o no equivalente al paso del primer organismo que salió del agua para vivir en tierra firme? ¿Acaso no confluye en los recuerdos de ese día de abuelos, padres, hijos la historia del siglo XX?
Por Leonardo Moledo
Vi el alunizaje junto a mi abuela, en un televisor obviamente en blanco y negro, en un caserón del barrio de Flores. Ella estaba pasmada: había nacido en 1889, en un pueblo español donde no había luz eléctrica, ni posiblemente agua corriente, ni radio, ni televisores, ni aviones, ni automóviles y ahora, en el curso de una sola vida, la suya, veía la imagen del descenso en la Luna –en tiempo real– transmitida por televisión desde allí. El recuerdo es nítido: sacudía la cabeza en un gesto que bien podía significar “no puede ser”, no por incredulidad sino por una frase que estaba implícita en la expresión, y que por alguna razón no se formulaba: “no puede ser que yo esté viendo esto”; no puede ser que esto, indudablemente, esté ocurriendo. Una utopía, un desborde de la imaginación contante y sonante.
Pero ocurría; yo, mientras tanto, me sentía invadido por algo grandioso, una culminación, un éxtasis, un pináculo de la aventura humana, la resolución de una tensión que había empezado allá por 1957 con el bip bip del primer Sputnik, que dejó al mundo literalmente paralizado y mudo de asombro.
Pero, aunque entonces yo no lo sabía, era mucho más que la culminación de la carrera espacial, resuelta, para tristeza de mi familia –nada se sabía, o mejor dicho sí de sabía, pero se negaba cínicamente, del gulag– en favor de los Estados Unidos y no de la Unión Soviética, que había acumulado resonantes éxitos, uno tras otro desde aquel Sputnik primitivo e inicial... Primitivo... Nada menos que el Sputnik... Eso da una idea del correr y el vértigo de los tiempos.
Pero en realidad, era mucho más que eso: la historia había empezado en 1610, cuando Galileo enfocó su telescopio casero –que no competiría con un par de binoculares de juguete de hoy– hacia la Luna, y en vez del dictum aristotélico de la perfección, vio montañas, cráteres y (lo que creyó) mares, es decir, nada de aquel éter metafísico que formaba a los cuerpos celestes, sino un amasijo asqueroso de rocas, polvo y escombros.
Desde ese momento, la suerte estaba echada: así caería hecha trizas la barrera aristotélica que separaba lo sublunar de lo supralunar, y al disolverse la radical diferencia ontológica entre la Tierra y la Luna, al convertirse la Luna en una roca más, como la Tierra, la conclusión era lógica: había que ir allí.
Era el tiempo en que culminaban los grandes viajes que llevaban a todo el globo el progreso y la destrucción; la distancia, entonces, no era sino un obstáculo terrestre que la razón y la técnica superarían; ya se vería cómo.
Mientras tanto, tomaban la delantera los novelistas –empezando por el mismísimo Kepler: el barón de Münchhausen y Rudolf Erich Raspe, Cyrano de Bergerac, Flammmarion, Hans Christian Andersen, Julio Verne–. Ahí estaba el objetivo.
Descenso en la Luna, 1969; todavía se mataba en todas partes, seguía adelante la guerra de Vietnam –que se resolvería pocos años más tarde– y había habido Argelia; hacía sólo 24 años que se habían cerrado las cámaras de gas y menos tiempo aún había pasado desde que se comenzara a desmantelar el gulag stalinista; se había cercado al átomo, se lo había estrujado y dominado, e Hiroshima y Nagasaki habían sido pulverizadas por el fuego de la radiación.
Pero ahora se estaba bajando en la Luna; nada más importaba; la historia se tomaba un respiro, una leve cesura de admiración en su arrastrarse horrendo y de gigante. Los pasos se habían dado con ritmo técnico, con ritmo histórico. No está del todo mal recordarlo: durante años la URSS había llevado la delantera: después del Sputnik, vino el primer astronauta; el 14 de septiembre de 1959, lograron estrellar contra la Luna un aparato de 292 kilos (el Luna 2). Un mes después, la sonda Luna 3 enviaba a la Tierra imágenes de la cara oculta del satélite. El 3 de febrero de 1966 el Luna 9 se posaba suavemente sobre la superficie de la Luna y enviaba las primeras fotos desde allí. Pero los norteamericanos ya habían recuperado un terreno que no perderían: en 1961 el entonces presidente Kennedy se comprometió a poner un hombre en la Luna, iniciando uno de los tres proyectos más caros del siglo (junto al Manhattan, que culminó en la bomba atómica y el Proyecto Genoma Humano). En 1964 lograron hacer impacto (con el Ranger 7), mientras el programa Apolo daba sus primeros pasos. El 2 de junio de 1966, el Surveyor 1 se posaba también en la Luna, en diciembre de 1968 despegó el Apolo 8; fue la primera nave que salió de la Tierra y se colocó en órbita de la Luna con tres personas adentro y el 20 de julio de 1969, con las previstas palabras de Neil Armstrong, los norteamericanos se alzaron con el premio mayor (el verdadero triunfo sobre la URSS en toda la línea se produciría sólo 20 años después).
Pero, bueno, no importaba, en última instancia, quién había ganado, era una Hazaña, así, con mayúscula, sólo igualada –y eso quizás– por la circunnavegación de la Tierra a cargo de Magallanes y Elcano. Era definir –y alcanzar– una frontera y esa frontera era el universo, el Imperio Galáctico prefigurado por Asimov, era un acto desmesurado y básicamente –uno de sus grandes valores– inútil, salvo por la celebración, el orgullo del triunfo y el conocimiento.
Y global, mucho antes de que la palabra globalización se hiciera corriente: aunque los astronautas plantaron una bandera norteamericana y en una acción típicamente hollywoodense se sacaron una foto junto a ella –estoy recordando de memoria–; el triunfo norteamericano incluía, en forma sutil, a la humanidad toda, que se reponía de los espantos de la Segunda Guerra Mundial, aunque las guerras coloniales subsistieran. Y aunque significaba una victoria de los Estados Unidos sobre la URSS en la carrera espacial, paradójicamente, en vez de separar, unía; al fin y al cabo, era efectivamente una carrera y no una guerra.
Era, en cierto modo, el punto más alto de la Ilustración, la última hazaña única, que de una manera u otra representaba a toda la humanidad, en una década que parecía encaminar al mundo en la senda del progreso material (basado en la ilusión del petróleo barato), mientras los países se descolonizaban y la utopía socialista estaba todavía vigente, y había triunfado aun en territorio americano.
Todavía, el ominoso fantasma del neoliberalismo –que sin embargo, subterráneamente ya recorría el mundo– no había comenzado su obra que destruiría –mucho más que fabricaría– esa precaria unidad llamada globalización (porque no une, sino que fragmenta el ilusorio mundo único que pretende en pequeños rencores locales) ni reinaba aún ese destructivo correlato del neoliberalismo que fue la posmodernidad.
Ni existían las PC –los cálculos se habían hecho con gigantescos engendros computacionales, con menor capacidad que una computadora de bolsillo de hoy– y nadie soñaba con el paraíso o el infierno de Internet.
“No puede ser que yo esté viendo esto”, murmuraba mi abuela, y yo: “Si ya hicimos esto, no existe ningún sitio, ninguna utopía a la que no podamos llegar”.
No fue así. Apenas cuatro décadas más tarde, se ve que resultó ser un gran paso para el hombre, pero un pequeño paso para la humanidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario