CORALINE Y LA PUERTA SECRETA, UNA PELICULA ANIMADA DE HENRY SELICK
Entre monstruos, sueños y maravillas
El director utiliza magistralmente la animación cuadro-por-cuadro, una técnica esforzada de carácter manual y artesanal, que revela su culto por el detalle y que le permite pintar un mundo de ensoñación con ecos de Tim Burton.
Por Horacio Bernades
No se inventa una película como Coraline y la puerta secreta de la noche a la mañana. Cuatro años les llevó hacerlo a Henry Selick y su equipo y cada día, minuto y hasta segundo de esos cuatro años están presentes en cada plano, cada detalle, cada idea visual de una película que, como no sucedía desde El viaje de Chihiro, es lo más parecido a una caja de Pandora que el cine puede llegar a ser. Claro que, como en su antecesora nipona, no son sólo monstruos los que fugan al abrir la puerta. Junto a ellos brotan sueños, maravillas e incluso lo cotidiano, transfigurado. Transfigurado saldrá también, seguramente, el espectador –niño o adulto, lo mismo da– de esta película que, como pocas en el cine contemporáneo, reclama una segunda visión: dos horas es poco para los cuatro años que se acumulan, como capas, dentro de esta película.
Como en El extraño mundo de Jack, como en Jim y el durazno gigante, como en Monkeybone, Henry Selick (New Jersey, 1952) creó Coraline y la puerta secreta con la técnica que domina como nadie (más, incluso, que su ex productor Tim Burton, que volvió a utilizarla en El cadáver de la novia): la stop-motion o animación cuadro-por-cuadro. Técnica esforzada, de carácter manual y artesanal, la stop-motion exige una paciencia, un culto por el detalle, que después se ven reflejados en el resultado. Coraline es una de esas películas en las que el detallismo alcanza dimensiones de manía. Algo que en este caso la sensación de relieve, propia de la tridimensionalidad, no hace más que exacerbar. Conviene aclarar que en Argentina Coraline se estrena en versión doblada al castellano (una lástima) y con sólo tres copias en 3-D (consultar salas en ficha técnica). Lástima al cubo: como se verá, también el trabajo con el relieve es aquí de una calidad e inteligencia inéditas.
Basada en una novela gráfica de Neil Gaiman, el propio Selick definió a Coraline y la puerta secreta como una Alicia en el país de las maravillas que muta a Hansel y Gretel. Difícil encontrar una definición mejor. Como le pasa a Chihiro, la mudanza a una casona en medio del campo pone entre incómoda y quejosa a la muy urbana protagonista, Coraline Jones (homenaje a Carolyn Jones, la actriz que hacía de Morticia en Los locos Addams). Aburrida, Coraline busca un compañero de juegos, y si en algún lugar no lo encuentra, es en casa. Periodistas especializados en jardinería, sus padres odian todo lo que tenga que ver con pastos y huertas (detalle genial de guión) y tienen un aspecto casi cadavérico. Producto, por lo que puede verse, de trabajar como galeotes. Cada vez que la hija los obliga a levantar el cuello de encima de la compu, aúllan (a esa altura, el crítico tenía la sensación de que algún espía de la producción habría estado observándolo durante meses).
Como Selick y Gaiman son gente pre-Play Station y pre-Messenger, Coraline encontrará su compañero de juegos a la antigua: fuera de casa. Se llama Wybie, habla mucho y ladea la cabeza. Gesto de timidez propio del Niño Ostra o de algún otro personaje burtoniano. Coraline encuentra algo más, en el living de casa: una puerta tapiada que, una vez derribada, la conduce a un mundo paralelo. Allí, todo es a la medida de sus deseos. Tanto que se torna sospechoso. Abonando una suerte de teoría psíquica conspirativa, no pasará mucho antes de que el mundo de los sueños se devele tierra de pesadillas. Y esa mamá ideal que hay del otro lado, una bruja terrible que les roba el alma a los niños: la Reina de Corazones, en tiempos post-Freddy Kruger. A partir de ese momento la película se pone verdaderamente de miedo. Niños, estáis avisados.
La mano de Selick se revela tan apta para el detalle realista (gotas de lluvia sobre una ventana) como para la línea más loca del comic (los vecinos de los Jones: un acróbata ruso y dos hermanas inglesas, ex estrellas de music-hall), el desborde surreal (jardines nocturnos vivientes, espectáculos de circo con ratones acróbatas, quinientos scott terriers como público en un teatro, insectos gigantes que son muebles de living, un carrito-langosta gigante-robot), la deformación gótica (el mundo de la bruja), la lírica fantástica (los niños-fantasma, a los que aquélla les robó el alma) y hasta el detalle gore, como el set de aguja e hilo con que la “otra madre” pretende arrancar los ojos de la protagonista, cosiéndole unos botones en su lugar.
En otras palabras, el creador de El extraño mundo de Jack y su equipo de bravos parecen capaces de todo aquí. Dicho esto en todos los términos posibles: narrativos, dramáticos, técnicos e iconográficos. E incluyendo una utilización del 3-D que, en lugar de pasársela tirándole cosas a la cara al espectador, aprovecha el relieve para trabajar la imagen en profundidad, en la certeza de que si de algo habla la película es de la inmersión de alguien, de una niña, en su inconsciente.
CORALINE Y LA PUERTA SECRETA
Coraline, EE.UU., 2009.
Dirección, guión, producción y diseño de producción: Henry Selick, sobre novela gráfica de Neil Gaiman.
Fotografía: Pete Kozachik.
Música: Bruno Coulais.
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