Muerte de la pena
Por Sebastián Plut *
Existen numerosos estudios que se han dedicado a objetar la efectividad y la legitimidad de la pena de muerte. Los primeros han mostrado que, en los hechos, la tasa de criminalidad no disminuye por efecto de la aplicación de la pena máxima. Los autores que cuestionan su legitimidad, a su vez, sostienen que la ley no puede, en ningún caso, avalar un asesinato.
Koestler (Reflexiones sobre la horca, 1960) y Camus (Reflexiones sobre la guillotina, 1960) plantean cuestionamientos de distinta naturaleza, los cuales comprenden los dos tipos de objeciones: eficacia y legitimidad. Koestler señala que con la pena de muerte la “barbarie legal se convierte en barbarie común”. El autor no desconoce que todo ser humano abrigue impulsos vengativos, pero éstos no deben ser ratificados por la ley aun cuando formen parte de nuestra herencia biológica.
Camus recuerda que, frecuentemente, las legislaciones consideran más grave el crimen premeditado que el crimen por impulso. Así, con fina ironía, afirma que la pena de muerte no sería otra cosa que un crimen premeditado. El autor también se ocupa del fundamento que justificaría la pena de muerte en función de la ejemplaridad de la misma y lo refuta en virtud de que tal “ejemplo” no amedrenta a ningún criminal. Puedo agregar que el “asesinato legal” no se traduce en una reflexión sobre lo que podría ocurrirle a quien comete un crimen. Más bien, se transforma en un ejemplo del grado de violencia del que es capaz un ser humano o la sociedad. La “mano dura” quizá logre reducir a los delincuentes, pero dudosamente cumpla con la meta de reducir la inseguridad.
La ficción de un joven que, luego de asesinar a sus padres, pide clemencia al tribunal por ser un pobre huérfano, presenta una maniobra discursiva que a través del cinismo logra concordar con los hechos, y nos conduce a pensar que la pena de muerte no es otra cosa que la muerte de la pena. Que la pena muera es una afirmación de doble sentido, ya sea que tomemos el término “pena” como expresión de un sentimiento, ya sea que lo tomemos en su vertiente legal, como castigo.
En efecto, cuando muere la pena, tendemos a eliminar todo sentimiento que permita captar la subjetividad ajena, tendemos a refutar el imperativo que exige darle cabida a la vitalidad del otro.
Asimismo, la pena de muerte consume (agota) el castigo posible, pero no logra eliminar el sentimiento de culpa. Quiero decir, si un crimen da paso al castigo necesario para un sentimiento de culpa, el castigo absoluto libera la culpabilidad para que sean necesarios otros actos delictivos. ¿No se trata en esos casos de que la sociedad ya está “resarcida por completo” y con ello promueve un reinicio del circuito culpa-delito? Quizá tengamos que admitir (soportar) la conveniencia de dejar que una porción (simbólica) del delito siga ocurriendo.
* Doctor en psicología. Fragmento del trabajo “La muerte de la pena”.
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