domingo, 1 de marzo de 2009

DARWIN: SU BISABUELO

La Musa Mecánica del bisabuelo de Darwin

Erasmus Darwin, bisabuelo del padre de la Teoría de la evolución se esforzó durante la Revolución Industrial para aunar ciencia y poesía, algo que mucho después intentarían desde otra perspectiva los futuristas italianos.

Por: Itziar Bilbao Urrutia

ERASMUS DARWIN. "El fin de estas páginas es poner la Imaginación al servicio de la Ciencia y explicar, a través de las libres metáforas de la poesía, las estrictas imágenes que componen la base de la filosofía racional", escribió dura la incipiente Revolución Industrial.

En el convulsionado año de 1789, Erasmus Darwin publicó una serie de poemas titulados The Botanic Garden (El jardín botánico). En dos gruesos volúmenes, su contenido poco tiene que ver con la botánica, con la musa lírica o con fragantes jardines orientales. The Botanic Garden es un exaustivo recorrido didáctico por los descubrimientos de la época, desde el funcionamiento de los primitivos altos hornos del norte de Inglaterra, a la cerámica industrial de Wedgewood en Staffordshire o tratados anatómicos. Todo esto, en verso de principio a fín. El doctor Erasmus Darwin imaginó una Utopía donde las ninfas chapoteaban junto a los molinos que hacían girar los ingenios textiles y las cabalísticas salamandras dormitaban en el fondo de la caldera de vapor. Vean, por ejemplo, su descripción de esta última:

"Oh ninfas, que tiempo atrás jugabais en el caldero hirviente, y convocasteis industriosas la ayuda de los Sabios; Hicisteis surgir la joven columna de explosivo vapor, Concentrarse en nubes, y con fuego, le pusisteis alas; Detuvisteis la onda expansiva de energía con fríos filtros, Hasta reducir a una gota el volumen inconmensurable del vapor. -ante la poderosa presión del aire, el Pistón baja Sin poder resistirse, deslizándose entre las paredes de acero;"

No es de extrañar que la plúmbea lírica de The Botanic Garden haya ido a hace compañía al extinto dodo. Pero en su día, tal fue la influencia de este tratado, que diez años después de su publicación, aún se advertía desde los púlpitos calvinistas, sobre las peligrosas herejías científicas escondidas en sus páginas. Erasmus Darwin era un doctor rural en Lichfield y miembro de varios círculos científicos como la Lunar Society, a la que pertenecían otras figuras ilustradas de la época, tal como médicos de la entonces avanzada escuela de medicina escocesa e industrialistas como Sir Josiah Wedgewood, creador de la famosa cerámica neoclásica del mismo nombre y cuyo capital invertía generosamente en la investigación científica con fines comerciales. Inspirados por una mezcla de pasión tecnológica y arrebato pionero, reconocían en el doctor Darwin a un líder que abre camino con ideas nuevas. The Botanic Garden,sin embargo, es heredera de una tradicón didáctica que define el siglo XVIII en su faceta más trasnochada y autoindulgente.

Ya en 1710, el Reverendo Thomas Yalden dedicó un poema a la explotación industrial de minas en Gales propiedad de su benefactor, Sir Humphrey Mackworth. Estos poetas al servicio del capitalismo emergente, ansioso de validación a través de una pátina de cultura y clasicismo, descubren la seducción de lo inefable en el poder del martillo neumático. Yalden incluso llega a comparar las insalubres minas de Pembrokeshire y sus mineros a la Corte de Plutón. Pero no acaba aquí la idílica inocencia de estos primeros testigos de la Revolución Industrial: será otro religioso, John Dalton, quien supere la herrumbrosa lírica de Yalden describiendo en octetos el prodigio de la máquina de tejer:

"Una máquina circular, de nuevo diseño y forma cónica: estira y retuerce el hilo sin exigir el sudor de cien manos. Una rueda invisible, bajo el suelo, A cada miembro de este marco de armonía Rinde movimiento".

El Matrimonio Entre el Cielo y el Infierno, los oscuros ingenios satánicos que William Blake denunciará con puño amenazante algo más tarde, aún no han hecho su aparición en esta Arcadia mecánica que promete una nueva Edad de Oro.

Pero volvamos al doctor Erasmus Darwin, cuyos esfuerzos en aunar Ciencia y Poesía fueron más duraderos de lo que a primera vista puede parecer. Es cierto que el formato rimado ha convertido su obra en una ballena varada, indigesta, que quizás contribuyó a las pesadillas alucinadas de Blake y al Frankenstein de Mary Shelley. Pero muchas de sus ideas, que él explicaba como frutos de la desenfrenada imaginación poética al servicio del rigor científico, contenían teorías tan avanzadas, tan disparatadas, que sus contemporáneos trataban de seguirle el paso sin resuello. En uno de sus poemas, Erasmus Darwin sugiere la posibilidad de que el hombre tuvo, originalmente, que tener cola. Idea que causó mucha risa entre sus colegas y escándalo en la estricta escena científica de Edinburgo. Dos generaciones más tarde uno de sus bisnietos, un tal Charles, haría buen uso, aunque sin llegar jamás a reconocerlo, de esta teoría... Pero esta es otra historia, que nunca hubiera llegado a suceder, si sus ilustrados predecesores no hubieran empedrado el camino con sus torpes adoquines en verso, fruto de la Musa y los titanes de hierro de la temprana Inglaterra industrial.

© La Vanguardia

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