viernes, 13 de marzo de 2009

CLINT EASTWOOD: mas de su despedida actoral





El tiro del final

Su primer papel fue a cara cubierta. Pero enseguida filmó a las órdenes de Sergio Leone una trilogía del Oeste en la que dio forma a un personaje mítico cuyas características lo acompañarían durante décadas. Con Harry el sucio creó otro arquetipo de manera tan inapelable que lo estigmatizaría también durante años. Pero finalmente demostró lo errado de las acusaciones de machismo, misoginia y fascismo para convertirse en una de las figuras más prolíficas, progresistas y respetadas del cine. Sin caer jamás en el cliché del galán, fue dando a sus interpretaciones una densidad emocional detrás de esa cara cada vez más mineral y esa mirada cada vez más sabia. A los 78 años, con más de 60 películas como actor y más de 30 como director, Clint Eastwood dirige, protagoniza y estrena Gran Torino, una cumbre entre sus papeles, con la que anuncia su retiro de la actuación.

Por Mariano Kairuz

Con Gran Torino, Clint Eastwood se despide de la actuación. Es decir, de una carrera de 53 años. Eso es al menos lo que ha estado diciendo en las entrevistas promocionales. Y, consciente de que ya se había despedido antes en varias ocasiones, ahora que ya tiene 78 años, casi 79, pregunta: “¿Qué me pueden ofrecer a mi edad? Ya no se hacen papeles como para mí. No tengo ningún problema en hacer de mayordomo, pero a menos que haya alguna urgencia, prefiero mantenerme detrás de cámara”.

Ocurre, además, que Gran Torino es una de esas películas que se sienten desde la butaca como proyectos muy personales –por más que el guión sea del desconocido Nick Schenk–, y donde el actor/director parece estar, si no suscribiendo cada palabra de su personaje, al menos sí expresándose a través de él. Dejando algunas cosas en claro a través de diálogos, actitudes y acciones. Finalmente, el hasta ahora jovial, enérgico y saludable Eastwood se muestra, aunque todavía bien vivo, más frágil, hasta vulnerable, capaz de pensar en la cercanía de la muerte. De modo que hay varias despedidas en esta película, e incluso si éste no llegara a ser su último trabajo como actor, sí parece destinado a quedar en su filmografía como un adiós anticipado. A partir de ahora, aunque interprete algún otro personaje más adelante, no habrá dudas de que fue con Gran Torino que Eastwood se despidió de la actuación.

Si esta pequeña gran película que le debe su título a un auto de los años ’70 marca un punto significativo en el arco de su carrera como actor, esto es por la manera en que su rostro duro y su voz gruñona han ido señalizando etapas en su carrera. Muchos recuerdan las palabras con las que la influyente crítica Pauline Kael recibió la primera Harry el sucio en las páginas de The New Yorker, en 1971: era “un ataque directo sobre los valores liberales”, una obra decididamente fascista y “profundamente inmoral”. El policía que se salteaba la burocracia y los procedimientos judiciales para “ajusticiar” a los criminales, identificó a Eastwood por años con la extrema derecha republicana. Ronald Reagan pareció confirmarlo al citar en uno de sus discursos el leit motiv del policía Harry Callahan: “Come on, make my day”. Y mucha gente en Hollywood quedó tan enojada con Eastwood por aquel personaje, que durante algún tiempo fue congelado en los castings. Recién cuando cierta sensibilidad más acorde con el Hollywood liberal se hizo evidente en sus películas, empezaron a verlo con otros ojos. Ese “nuevo Eastwood” –que tal vez no lo fuera tanto, en el fondo– emergió en películas como Cazador blanco, corazón negro, una biografía informal de John Huston en los tiempos del rodaje de La reina africana. Para cuando la Academia le dio su primer Oscar, con Los imperdonables, western crepuscular protagonizado por un matón veterano que carga pesadamente con sus pecados, ya se hablaba de un giro de conciencia, casi de un arrepentido. “Con Los imperdonables no me estaba arrepintiendo de nada –aclaró en una entrevista–. Yo no estoy tan atrapado por mi pasado.” Y también dijo: “Es divertido interpretar a gente distinta de uno, pero al público lo decepciona descubrir que uno no es los personajes que interpreta, que yo no soy Harry y que no llevo un arma conmigo a todas partes”.

El protagonista de Gran Torino es Walt Kowalski, un veterano de la guerra de Corea que, tras la muerte de su esposa, pasa sus tardes en la entrada de su casa, ubicada en un vecindario venido a menos del ex cinturón industrial de Detroit, tomando cerveza junto a su labrador y cerca de su Torino, probablemente los dos únicos objetos de afecto en su vida. Casi no tiene contacto con sus hijos, que quieren mandarlo a un hogar de retiro, ni con sus frívolos e indiferentes nietos. El barrio se ha vuelto un lugar violento, escenario de guerra de pandillas armadas; y toda la zona parece haberse reconfigurado a partir de la llegada de familias de inmigrantes orientales. Los vecinos de al lado son de origen hmong, un pueblo que proviene de China, Tailandia y Laos, y que luchó del lado norteamericano en Vietnam; aunque para el viejo cascarrabias no se trata más que de un montón de “chinos o coreanos”, da lo mismo, a los que preferiría tener bien lejos. Hasta que se ve forzado, por supuesto, a relacionarse con ellos, y de un conflicto inicial surge una amistad con el hijo adolescente de la familia. La intolerancia racial, sus actitudes de hueso duro y la vocación y la indignación con que enfrenta a los pandilleros, han convocado en Walt el espíritu de Harry el sucio, aunque sólo para terminar tomando un camino distinto. Donde ese desvío se hace efectivo, muchos críticos norteamericanos sintieron una vez más que éste no era otro que Clint haciendo las paces con Dios –como las hace su personaje, aunque no es muy amigo de la Iglesia que digamos– a tiempo.

La idea de un mea culpa suena, hay que decirlo, un poco exagerada. La mirada más interesante sobre Gran Torino que puede encontrarse entre las reseñas de su país es la que ofrece el periodista Scott Foundas en el Village Voice. Foundas señala que Kowalski es como muchos personajes previos de Eastwood, “un hombre que no pertenece a su tiempo, que siente a un nivel profundo, difícil de articular, que ha sobrepasado su propia vida útil”. Y le encuentra, sí, elementos de Harry el sucio (“apuntando su disgusto, y su arma de fuego, contra las horribles imperfecciones de una sociedad sin valores”) y algo del entrenador de Million Dollar Baby (“que ha sido una decepción tanto para sí mismo como para su familia”), “y más que un poco del imperdonable Bill Munny, quien aun perseguido por su pasado no puede resistirse a una última cabalgata”. Hace mucho, dice Foundas, que la violencia romántica del cine norteamericano ha perdido su fuerza y su razón de ser para Eastwood, “y ése quizá sea su fantasma”. Cuando al final de Gran Torino invierte el clímax de Los imperdonables, parece estar cerrando la puerta, como lo hizo en aquélla respecto de su larga relación con el western, tras su ciclo de películas de violencia urbana.

Aunque, después de todo, es probable que lo más impresionante de todo sea Eastwood a los 78 interpretando a este hombre absolutamente vital, pero finalmente de 78 años, un poco enfermo, consciente de su finitud, vestido decididamente como un viejo, con el pantalón por encima del ombligo. Pero no es que él haya cambiado tanto. Tal vez, parece decir, los que cambiaron fueron los demás. “No soy realmente tan conservador. Lo soy respecto de ciertas cosas: creo en un gobierno más chico, en la responsabilidad fiscal y en todas esas cosas en las que los republicanos antes creían pero ya no. Creo que hoy la gran diferencia es que no hay diferencia entre los partidos”, ha dicho. Lamenta la muerte de Paul Newman, porque con él se fue uno de los últimos de su generación. “Ya quedamos muy pocos: James Garner, Dustin Hoffman y yo, y pocos más.” Y consigue que pongamos toda nuestra simpatía del lado de un personaje políticamente incorrecto, un tipo capaz de llamar todavía a amigos y “enemigos” con epítetos raciales o étnicos, porque, dice, así es como hablaban los hombres de su generación. Eastwood no tiene ningún interés en “perder el tiempo” tratando de ser políticamente correcto. Y de todas maneras, dice, “a medida que uno envejece, ya no le teme a la duda: la duda ya no está al mando. Uno deja de sufrir. Al final de cuentas, ¿qué te pueden hacer después de los 70 años?”

Clint Eastwood, hombre sin nombre

Por Alfredo García

Cowboy, policía, soldado o delincuente: en un principio –y en realidad casi hasta estos días– los papeles interpretados por Clint Eastwood. Pero todo comenzó con dos monstruos. Primero, la Tarántula gigante que Clint mataba desde un avión caza en el film de Jack Arnold de 1955. Como el rostro del héroe estaba tapado por la obligatoria máscara de oxígeno de todo jet de la época, no sólo no se llevaba gloria alguna en términos dramáticos, sino que tampoco aparecía en los créditos del clásico arácnido por excelencia. También en 1955, Eastwood sí aparecía a cara descubierta en un papel muy menor de otro film menos conocido de Arnold, El regreso del monstruo (The Revenge of the Creature), nada menos que la secuela de El monstruo de la laguna negra, donde interpretaba al técnico de un laboratorio científico: “El era muy tímido, no había modo de que yo pudiera darme cuenta de que algún día iba a ser famoso”, recordó Jack Arnold en una de sus biografías. “Cuando en The Revenge of the Creature le dije que iba a tener una ratita de laboratorio en un bolsillo, me dijo, en un tono suave y un poco asustado, ¿De verdad? Le tuve que hablar para que se quedara tranquilo, que no le iba a pasar nada.”

En 1958, un rol secundario en el film bélico Lafayette Escadrille, de William A. Wellman, lo tuvo junto a unos pilotos de la Primera Guerra Mundial, y aunque Clint estaba muy por abajo de los héroes de la historia, Tab Hunter y David Janssen, el papel le valió un coprotagónico en una serie de televisión cuya popularidad fue creciendo a lo largo de sucesivas temporadas. La serie era Rawhide (Cuero crudo) emitida originalmente entre 1959 y 1964, y de ahí este cowboy se mandó una larga cabalgata hasta las praderas europeas.

En los créditos el director era Bob Roberts, y el título original era For a Fistful of Dollars. En la pantalla el paisaje era el del Far West, pero el rodaje se había llevado a cabo en el desierto de Almería, España, y los interiores de saloons eran sets italianos. Como todos hoy saben, el film era una producción ítalo-español-germana, Per un pugni de dollari y el director no era ningún Bob Roberts, sino Sergio Leone, que llegó a Clint Eastwood luego de una larga lista de desertores famosos. Al parecer, Leone quería a Henry Fonda, Charles Bronson y James Coburn, todos demasiado caros. Luego lo intentó con un actor de films off Hollywood, Richard Harrison, que también declinó pero le sugirió al director que mirara la serie Rawhide. Leone le propuso el papel del hombre sin nombre al protagonista de la serie, Eric Fleming, que también pasó del papel, pero dejándole su lugar a Eastwood. La película se estrenó en los Estados Unidos recién en 1967, y el resto es historia.

En la fama de Eastwood hay una gran deuda con Akira Kurosawa. Es que Kurosawa era director y guionista del clásico de samurais con Toshiro Mifune Yojimbo, de 1961, del que Por un puñado de dólares es una remake no confesada, lo que le valió un juicio a Leone. Kurosawa confesó alguna vez que nunca ganó tanto dinero en su vida como con el pago por la autoría del primer spaghetti western de Eastwood.

El personaje conocido como “el hombre sin nombre” era un vengador bastante enigmático que andaba con el mismo poncho durante casi toda la película, y que igual que en el film con Toshiro Mifune metía cizaña entre dos bandas rivales de facinerosos que dominaban un pueblo, hasta que éstos casi se exterminaban entre sí. El poncho de Clint siguió ondeando al viento por los desiertos españoles en otras dos películas de Leone, Por unos dólares más y Lo bueno, lo malo y lo feo (famosa también por la música de Ennio Morricone, luego utilizada eternamente por los cigarrillos Camel), y lo cierto es que no hay manera de decidir cuál de los tres films es mejor: todos son excelentes y revolucionarios en los niveles de crueldad y humor negro que imprimieron a un género que por ese tiempo necesitaba sangre nueva –y los tres ofrecían sangre a borbotones con un nivel gore nunca antes visto.

Si bien es indiscutible la originalidad de los tres films de Leone, se tiende a creer que Por un puñado de dólares fue el primer spaghetti western de la historia del cine, lo que es un gran error: para cuando se film esa película, ya se habían rodado unos 25 euro-westerns, y se supone que entre los primeros hay varias películas de dos cineastas argentinos exilados en España, León Klimowsky y Tulio Demicheli.

Antes de volver a Estados Unidos, la fama de Clint Eastwood era lo bastante grande como para que en 1967 hiciera un papel junto a Silvana Mangano dirigido por Vittorio De Sica, en el film en episodios La stregha (Las brujas). Y cuando volvió a Hollywood, ya era todo un superastro. Ahí fue que el cowboy de poncho empezó a cabalgar con uno de los grandes cineastas del cine clase B, Don Siegel, que llegó al cine clase A gracias al éxito de sus películas junto a Eastwood.

Si casi la mitad de los roles interpretados por Eastwood fueron de cowboy o policía, casi se podría que esto surgió de una película fundamental en su carrera, Coogan’s Bluff (Mi nombre es violencia) precisamente dirigida por Siegel. Aquí Eastwood era un sheriff de la moderna Arizona obligado a viajar a Manhattan para buscar un prisionero, lo que lo llevaba a enfrentarse con un nuevo mundo de hippies y mujeres liberadas para los que decididamente no estaba nada preparado. Un choque cultural que de todos modos no impedía que fuera el héroe de una historia de fuerte incorrección política. De todos los clásicos de Eastwood, éste quizá sea uno de los que peor hayan envejecido, no tanto por su calidad intrínseca, sino por las veces que fue calcado posteriormente.

Lo que quedaba claro era que a su regreso de Europa los cowboys de Eastwood tenían que tener algún tipo de vuelta revisionista o al menos reproducir los cambios ya introducidos por los films de Leone. Así,en Two Mules for Sister Sarah (Los buitres tienen hambre), de Don Siegel, era un pistolero que debía frenar sus impulsos ante la bella monja encarnada por Shirley Mac Laine; en Hang’em High (La marca de la horca), de Ted Post, crecían los niveles de violencia, y en Paint Your Wagon, de Joshua Logan, era un cowboy cantante acompañado por otro rostro impensable para un musical, nada menos que Lee Marvin (esta película es tan insólita que hasta da lugar a una versión animada en un capítulo de Los Simpson, donde Homero y Bart la alquilan y se quedan entre atónitos y asqueados cuando ven que no hay violencia, sino tan sólo música y canciones).

Da la sensación de que hacia 1970 Clint Eastwood quería abandonar el estereotipo del cowboy cruel y emponchado, lo que dio lugar a varias películas brillantes, como la comedia negra bélica El botín de los valientes (Kelly’s Heroes) donde junto a un emporrado Donald Sutherland y Telly Savalas comandaba un grupo de soldados aliados decididos a robar el oro nazi al ritmo de música flower power compuesta por Lalo Schifrin. Pero sobre todo el rol que marcaría un cambio pronunciado para siempre fue el policía desalmado pero eficaz de Harry el sucio (Dirty Harry), la obra maestra de Don Siegel que fijaría por las siguientes dos décadas al actor en la más deleitable incorrección política. Harry el sucio era un policial en el que el detective protagónico utilizaba todo tipo de técnicas non sanctas para atrapar a un hippie psicópata, violador, secuestrador de niños: lo peor del mundo, aunque los métodos de Callahan no eran precisamente los de un angelito, por lo que en su momento el film despertó todo tipo de polémicas por su supuesto contenido fascista, olvidando que no es lo mismo mostrar al fascismo y a fascistas, que serlo. Del mismo modo que el western spaghetti en manos de Sergio Leone exacerbaba la violencia gráfica, Dirty Harry subía los niveles de violencia en el policial moderno, lo que además de renovar el género y alimentar el cine gore que crecía desde los tiempos de Bonnie & Clyde, provocó un enorme éxito de taquilla que terminó generando cuatro films más a través de los años. Pero Dirty Harry es una obra maestra irrepetible y que no ha envejecido una pizca, y sus continuaciones, incluyendo la que dirigió el mismo Clint Eastwood, Sudden Impact (Impacto fulminante, 1983), no le llegaron a los talones al original. Esto con la posible excepción de la primera secuela, Magnum Force (Magnum 44), que ya desde el título apelaba al recitado que Callahan les hacía a sus rivales antes de disparar por última vez su Magnum. Dirigida por Ted Post, las nuevas andanzas del durísimo policía no tenían como blanco a ningún roñoso hippie, sino a unos impecables agentes policías, miembros de un escuadrón de la muerte. (Uno de los canas malos no era otro que el futuro Hutch de la TV, el carilindo David Soul.)

En medio de los Dirty Harrys hizo varios papeles memorables, pero básicamente hay dos que lo llevaron al artista maduro como actor y como director de sus propias películas que todos conocemos. Dos son supuestos films de género, Thunderbolt & Lightfoot y Escape from Alcatraz, que hoy han sido revisados como cult movies o directamente obras maestras: en Thunderbolt & Lightfoot (El especialista en el crimen, 1974), nada menos que la ópera prima de Michael Cimino, el héroe es un avezado ladrón de bancos que por mezclarse con un novato lleno de energía decidía rearmar su vieja banda. El personaje le permitía a Eastwood asociarse con una nueva generación de actores (Jeff Bridges y Gary Busey incluidos) y participar en un film de cierto estilo indie que por entonces no había experimentado.

El punto culminante de la etapa eminentemente actoral de Eastwood, cuando ya dirigía películas tan contundentes como High Plain Drifter (La venganza del muerto, 1973) o The Gauntlet (la feroz road movie Ruta suicida, de 1977) quizá sea el excepcional drama carcelario Escape de Alcatraz, dirigido por Don Siegel en 1979. En su etapa de cineasta clase B, Siegel ya había filmado uno de los grandes clásicos del género, Riot on Cell Block 11 (Rebelión en el presidio, 1954), que ya desde el título hablaba de un episodio más extrovertido, mientras que la fuga de Alcatraz es una enervante pieza de relojería llena de suspenso y tensión sobre el tal vez único episodio de fuga exitoso en la historia de la cárcel conocida como “La Roca”.

Para 1979 la carrera de Clint Eastwood estaba repleta de grandes actuaciones, pero se podría decir que la primera que marcó un nivel dramático grave y firme con respecto al cínico hombre sin nombre es la de este reo decidido a triunfar sobre el totalitarismo inhumano de ese presidio y de los métodos del sádico e inhumano Guardián encarnado por un brillante Patrick McGoohan, con quien sostenía excepcionales escenas de duelo actoral.

Si hay una clave en los trabajos de Eastwood como director es enfrentar el cine de género con seriedad, rigor y dramatismo, pero sin la pretenciosidad de un film “de arte”, y esto es algo que probablemente haya aprendido del Siegel de Alcatraz. No en vano el film que le dio por primera vez todos los Oscar al western, Los imperdonables, está dedicado a la memoria de dos directores, Sergio Leone y Don Siegel.


Clintoris

Por Marta Dillon

Es una afirmación soez, sin duda, pero cuando pienso en él no puedo evitar pensar cuánto se parece su nombre a la palabra en inglés que define la parte más preciada de mi cuerpo. No se trata tanto de cómo suena Clint si no de dónde resuena ese nombre que es una presencia, una mirada gélida, una economía de palabras tal que parece posible arrodillarse y rogarle que diga una, que desprenda esos labios cada vez más delgados según pasan los años —menos sexies para el vulgo pero no para él, que suele tenerlos tan apretados que la certeza de que allí dentro se esconde un tesoro se impone nítida como la vuelta del sol cada mañana—. No hay manera de no ponerse cursi, imposible si en la memoria aparece esa escena de Los puentes de Madison, ésa en la que él clava el aguijón de sus ojos azules en la mujer que se le va. Los clava a través de un vidrio, a través de la lluvia, a través del celuloide e incluso del tiempo. Los sigue clavando en mi corazón que se arruga como una nuez —será en honor de tan ilustres surcos— o bien se expande como una esponja, capaz de generar más humedad que ese diluvio que acompaña la despedida de los amantes. Para mí, Los puentes de Madison fue una experiencia tan genuinamente romántica que fui capaz de besar, a la salida del cine, a un amigo que sólo fue príncipe ese día por hechizo de Clint desde la pantalla. Y no es que me gusten los galanes maduros, de ninguna manera. Es él. Es un estilo, una manera de decir y de no decir. Es él que nunca fue joven porque la juventud es promesa y él apareció en el cine para cumplir. Aunque, es cierto, los años le hicieron bien. Habrá frases memorables en su zaga de Harry el sucio, pero hasta que no se lo escucha recitar en gaélico no puede entenderse qué poco importan las palabras frente a quien es pura presencia. Presencia y un cuerpo tan magro y a la vez tan fuerte que dan ganas de colgar una hamaca de uno de sus brazos y dejar que la fantasía se columpie allí con la seguridad de estar sujeta por todos los hombres del mundo, por todo lo que se le puede pedir a un hombre: amparo, firmeza y un corazón suave como una palta madura. Ese cuerpo parece un árbol —¡si hasta le quedan bien los pantalones abrochados por encima de la cintura!—, pero un árbol con madera suficiente para construir el mástil al que me amarraría para dejar que arrecie la tormenta. Clint, clit, Clint, clit... razones de fuerza mayor exigen acabar con esta columna.

Vintage

Por Moira Soto

Aunque guapo a rabiar y sexy como él solo, jamás, ni por un film, entró en el casillero de los galanes glamorosos venerados por las mujeres, en la senda que supieron caminar con intermitencias sus más o menos contemporáneos Paul Newman, Robert Redford, Harrison Ford... En el indiscutible control que mantuvo sobre su carrera de actor a partir de la trilogía de Sergio Leone –director que sin duda empezó a esculpir las aristas y facetas de un personaje en torno del cual ejecutaría mil variaciones en el futuro–, a Clint Eastwood le importó siempre un comino apelar a anzuelos hollywoodenses para conquistar al público, masculino o femenino. Siempre hizo la suya sin conceder y sin calcular. Sus cambios, en todo caso, tuvieron que ver con su propia evolución, la decantación de ciertas ideas que siempre estuvieron en su obra de autor-actor. Y venderse como galán, que no le habría costado nada considerando su apostura y su magnetismo, nunca estuvo en sus planes, por más que en la vida real haya sido un homme à femmes, hasta sosegarse junto a Dina Ruiz, la mujer latina que conoció justo después de terminar Los puentes de Madison. La mujer a la que –lo proclama a los cuatro vientos en cuanta entrevista reciente se le ha hecho– adora, y con la que tuvo una hija –Morgan– en 1996.

De una mujer latina era el corazón que le trasplantaron al agente del FBI retirado Terry McCaleb, interpretado por Clint Eastwood, en Deuda de sangre (2002), bajo la estricta mirada protectora de la doctora Bonnie Fox (la siempre magnífica Anjelica Huston en un jugoso secundario). En este ingenioso policial, basado en una novela de Michael Connelly, nuestro hombre en Carmel se regala la posibilidad de desplegar, un poco de coté, su pasión por los temas relativos a la medicina (Physician’s Desk Reference es uno de sus libros de cabecera, y para mantenerse al día está suscripto hace mucho a dos revistas especializadas: Journal of the American Medical Association y New England Journal of Medicine). Además de la doctora Bonnie, rodean a este tipo duro con corazón de mujer mexicana, otras buenas chicas: la agente negra Jaye Winston (Tina Lifford), que le debe una al trasplantado y paga noblemente su deuda, y Graciela, la propia hermana de la donante, que no murió en un accidente como creía Terry sino asesinada. Sí, la hermana busca justicia y el ex agente accede a su pedido poniendo en riesgo la nueva vida que le procuró ese corazón de madre que ha dejado a un niño de pocos años. Pero resulta que volver a la cacería de criminales a la vez resulta vivificante para Terry, tanto como el romance que despunta con la joven Graciela y como la paternidad que comienza a ejercer con el huerfanito. Con la contención que suele ser su marca de fábrica en las escenas eróticas, Clint, al caer la noche en su barquito, deja ver la herida que le parte el pecho, Graciela –ella se lo levanta, en realidad– se le acerca y le dice que no se avergüence de la cicatriz, le pide que le muestre el corazón... Ya sobre el final, descubierto el asesino serial (casi podría decirse que era el mayordomo, tal la sorpresa que depara la resolución del enigma), Terry se enfrenta al teniente necio que obstruyó la investigación, asumiéndose como mexicano.

Por cierto, las galanterías que practica CE en Deuda de sangre son de una modestia franciscana si se las compara con el derroche de encanto, sensibilidad e irresistible seducción que destiló siete años antes, en Los puentes de Madison (1995). Con mucha anterioridad, en El engaño (1971), magistral gótico sureño de Don Siegel que transcurre durante la Guerra de Secesión, Eastwood, soldado desertor decidido a sobrevivir, enamoraba con distintos recursos a un colegio completo –desde la madura directora, hasta una niña de doce años–, una galería de personajes femeninos bien diversos que –excepto la indulgente maestra– al descubrir la traición multiplicada se cobraban tremenda venganza.

Pasaron luego policías, jinetes pálidos, prisioneros, milicos, asesinos redimidos por esposas morales... hasta que a mediados de los ’90 llegó a Madison County el adorable fotógrafo del National Geographic, Robert Kincaid. En su camioneta, con algunos mínimos bártulos personales, venía a hacer tomas de los puentes cubiertos. Puro pretexto para encontrarse con la certeza del amor en la persona de un ama de casa y de granja a la que le pregunta dónde queda el Puente Roseman. Francesca está sola –sus hijos adolescentes y su marido han ido a una feria– y ya no espera que se cumplan aquellos sueños que la llevaron de Bari, Italia, a Iowa, Estados Unidos.

El fotógrafo divorciado, lobo solitario errante, le roza las piernas desnudas al buscar un cigarrillo en el coche, ella hace como que se arregla el pelo, insegura, turbada. El le junta un ramito de flores silvestres al pie del puente, le pregunta si le parece anticuado. Después, ella lo invita a cenar, lo mira echarse agua fresca en el pecho, lavarse un poco los sobacos antes de que él la ayude a cocinar y le cuente historias de sus viajes, le confiese que se lleva mal con la moral de la familia americana, la invite a dar una vuelta y le recite a Yeats con aire casual...

Los cuatro días de amor de Robert y Francesca transcurren en 1965. Es decir, antes de la aparición de Dirty Harry en la ficción, antes de que los reduccionistas de turno tildaran a CE de machista, misógino, facho... En plenos ’90, el actor, director y algunas cosas más, elige interpretar a este romántico absoluto de los ’60, salido de un best seller de Robert James Waller, reescrito por Richard LaGravanese, un proyecto que abandonaron varios directores. A los 65, inesperado galán crepuscular, CE se hizo cargo de la dirección y del protagonista, eligiendo personalmente a Meryl Streep por encima de otras candidatas (incluida Isabella Rossellini). Como tantas otras veces, se dejó guiar por su intuición, que le decía que esta actriz iba a ser la Francesca ideal, de batoncito, la espalda sudada por el calor estival y por su estado de agitación interior, titubeante, ruborosa cuarentañera despertando a los placeres del baile, del cortejo, a las delicias de la infinita ternura de ese hombre que sólo se lleva al partir la cruz italiana de ella, hecha en Asís, de donde era San Francisco, su santo patrono. Ese hombre curtido que llora desolado bajo la lluvia de verano el dolor del bien perdido para siempre.

Este galán con exquisitos modales de caballero que no disimulaba ni sus arrugas ni sus canas, que festejaba a su dama sin subestimarla, de igual a igual, conquistó a muchas espectadoras, pañuelo en mano. Otras lo queríamos desde mucho antes, valorando su condición de inclasificable, su orgullosa y coherente independencia. Y su hermosura cada vez mas mineral, cómo no.

1 comentario:

ulises dijo...

Eastwood sabe hacer cine. Con un presupuesto escaso y un guión simple ha demostrado a muchos su valía tanto como actor y director. Me apena grandemente que no quiera actuar de nuevo. Esperemos que se le cruce por medio alguna oferta de trabajo interesante y hecha a su medida. Si no es así, espero que le vaya bien haga lo que haga.