viernes, 10 de abril de 2009

CINE_UNA MUJER PARTIDA EN DOS


La novia viste de negro

Claude Chabrol estrenó Una mujer partida en dos, una película sobre un crimen pasional sostenido en lo que –finalmente– es siempre el motivo de su cine: la extraordinaria ductilidad de una mujer.

Por Mariano Kairuz

En una de esas escenas de enorme fuerza y sugestión visual con las que Claude Chabrol se labró su fama de Hitchcock francés, Gabrielle Deneige se prueba su vestido de boda frente a un espejo múltiple de cuerpo entero. No se la ve emocionada. Tiene poco más de veinte años; el vestido blanco es moderno y escotado, pero al frente se impone una larga cinta-moño demasiado sugestiva: como si fuera un regalo; como si se estuviera ofreciendo a cambio de poco o nada. Va media película o más, pero no sabemos muy bien por qué es que aceptó casarse. Entonces entra al probador Charles Saint Denis (François Berléand), que no es su prometido sino su ex amante, que la toma en sus brazos, y a quien ella le dice, casi impasible: “Eres el único hombre que amo”. A la izquierda de la pantalla, su imagen se multiplica en el espejo, con su vestido de novia, de novia de otro tipo que no es el que la tiene en sus brazos. El plano cierra todo un bloque de la película y hace explícito su irresistible título: Una mujer partida en dos.

Interpretada por Ludivine Sagnier, Gabrielle es la encantadora presentadora del clima en un noticiero de un canal de Lyon, que no está exactamente desgarrada entre dos intensos amores, sino obsesionada con uno y a punto de casarse con el otro, sin que las razones de una u otra relación dejen nunca de ser un misterio. Saint Denis es un escritor exitoso pero no excesivamente amable; y está casado y es 30 años mayor que ella. Paul Gaudens (Benoît Magimel), el otro, es un heredero millonario que pronto se revela como un chico caprichoso y un poco trastornado. ¿Por qué esos dos?

Ordenada, expositiva, la película avanza muy sosegadamente hacia un crimen: las pasiones se dicen pero no se demuestran ni se hacen sentir. Como si Chabrol estuviera interesado más que nada en hacer –una vez más– otro crudo retrato de burguesía, de nuevos ricos a un lado (el chico atildado y algo arruinado que nunca trabajó en su vida) y a otro (el intelectual que parece haberse anquilosado en una posición ganada mucho tiempo atrás). El guión está libremente inspirado en un caso ocurrido en 1906 en Nueva York: el asesinato del famoso arquitecto Stanford White a manos del marido celoso y millonario de una joven actriz que fue amante de White, pero del caso apenas queda la anécdota y algo de una cierta idea de clase social que recorre buena parte de la obra del más “laburante” de los directores de la nouvelle vague. Pero hay algo más que una película de pura tesis en Una mujer y, si a pesar de su pulcritud ante la locura y lo pasional, la película funciona, la única clave de ese funcionamiento es Ludivine Sagnier.

Chabrol quedó embobado con ella desde que la vio no en otra película francesa sino haciendo de Campanita en Peter Pan, hace cinco años. Ella es la única motivación en un argumento en el que parecen faltar motivaciones. Ella hace posible un personaje como Deneige, que a pesar de su juventud y su aparente inocencia puede desarmar los trucos de sus pretendientes-contendientes, con dardos de lucidez. A Gaudens, que se hace el bon vivant, lo desacomoda de un solo golpe: Y, siempre y cuando no te sientas un inútil. Al escritor que, después de un encuentro sexual a medias satisfactorio, pretende descartarla con una cita literaria, le lanza: ¿Qué, te faltan palabras propias? Sagnier –que fue musa de Ozon e hizo posible ver una película fallida como La piscina– es siempre una mujer de verdad partida en dos: entre una seguridad y una madurez aplastantes, y una vulnerabilidad auténtica. Y las mujeres –Stéphane Audran, Isabelle Huppert, Emmanuelle Béart–, siempre fueron, después de todo, la motivación en el cine de Chabrol. “Si uno quiere que el público se interese en un hombre”, explicó hace poco, “hay que moverlo todo el tiempo a la velocidad del sonido, hacerlo descubrir América o matar a cincuenta enemigos. Siempre cosas excepcionales y extravagantes. Ese mismo público puede interesarse en la vida de una mujer simplemente mostrándola en su vida cotidiana. La vida cotidiana de una mujer es tan difícil como descubrir América o matar terroristas de Al Qaida. La vida cotidiana de una mujer es ya de por sí una vida heroica”.

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