LA BELLEZA Y LA TRAGEDIA DE GENE TIERNEY
Hermosa y maldita
Por Mariano Kairuz
Muchos de los pocos que la recuerdan, la recuerdan por la gelidez monstruosa de su rostro mientras dejaba morir ahogado a su cuñado paralítico, una escena imborrable de esa obra maestra sobre la maldad que es Que el cielo la juzgue. Podría haber sido la malvada perfecta en La malvada: pocas –por lo menos pocas así de lindas– alcanzaron el nivel de perfidia y crueldad, de diabólica belleza con que Gene Tierney iluminó en negro la pantalla de cine. Con su delicadeza aristocrática, debió haber alcanzado la fama de Vivien Leigh o Grace Kelly, pero no. Apenas una película (con cierto estatus de culto) preserva su hechizo en la historia “grande” del cine: Laura, de Otto Preminger, donde durante buena parte del relato se la suponía muerta. Tenía 23 años y apenas una imitación de sus facciones, un retrato colgado en la pared, le alcanzaba para devorarlo todo; sus ojos nos hipnotizaban desde el más allá.
Hace quince años, el periodista Michael Atkinson le dedicó una página en la revista Movieline, las líneas de un adicto, de un fan afiebrado de su rostro: “Es un estudio opalino en una perfección serena, sexual –escribió–; un sueño egipcio diurno y enloquecido de pensamientos felinos”. Serios problemas de salud la obligaron a retirarse del cine demasiado temprano, y hoy, a pesar de haber sido una de las bellezas más perfectas del Hollywood clásico, parece haber caído en el olvido. Había empezado joven, a los 18, casi por accidente, tras una visita escolar a los estudios de la Warner. Su padre, un exitoso agente de seguros, montó una pequeña empresa destinada a promocionar su carrera, pero fueron sus ojos los que obnubilaron al factótum de la Fox, Darryl Zanuck, a Howard Hughes (que intentó seducirla), y a Kennedy, con quien salió un tiempo pero que la cambió –al menos así dice la leyenda– por su carrera política. Su carrera se concentró en apenas una década, con la sucesión de Laura, Que el cielo la juzgue, una versión de Al filo de la navaja y dos películas de Joseph L. Mankiewicz, Dragonwyck y La dama y el fantasma (The Ghost & Mrs. Muir, 1947). En esta última, como solía ocurrirle y como correspondía a una belleza sobrenatural como la suya, vivía otra historia de amores espectrales, interpretando a una viuda enamorada del espíritu de un marinero.
Para 1955, Tierney estaba abandonando el cine. Algo de esa fuerza extraordinaria, de esa capacidad para la crueldad y para el hechizo que emanaron sus personajes, provenía de un desajuste interno. Había pasado una larga depresión –producto del trauma de un embarazo complicado que dejó discapacitada a su primera hija– y durante alguno de sus rodajes a principios de los ‘50 creyó estar perdiendo la cordura. Durante la filmación de Del destino nadie huye, Bogart, que lo había notado, la ayudó como pudo. En busca de su salud mental hizo un viaje y luego se internó y fue sometida a veintisiete terapias de shock que estuvieron bien lejos de ayudarla a recuperarse.
Mientras pudo seguir filmando, en sus películas el descenso a la locura apareció trastrocado en otra cosa, en algo más poderoso y subyugante. Su belleza impenetrable se acercó por momentos a la perfección absoluta de Lauren Bacall. Fue justamente para tener una voz rasposa, madura y sexy como la de la mujer de Bogart que –tras escucharse en su primera película y sentir que sonaba como “la ratita Minnie enojada”– empezó a fumar y ya no paró. Hasta que sus ojos gatunos se cerraron, poco después de cumplir 71, a causa de un enfisema.
Quedó su imagen hipnótica en Laura –y en otras películas injustamente menos vistas–, la locura y el dolor atrapados detrás de ese cuadro demasiado perfecto.
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