El tercer hombre
Desconocido para el gran público actual, sus películas ausentes de la televisión durante décadas, convertido en un secreto de cinéfilos desde su retiro en 1938, Harold Lloyd fue el tercer gran cómico de la era muda, junto a Charles Chaplin y Buster Keaton, y el hombre que sentó las bases de la comedia romántica tal como la conocemos. Ahora es rescatado en DVD por su nieta.
Por Hugo Salas
Tres cómicos fundamentales dominaron la era en que se consolidó la hegemonía estadounidense sobre la industria cinematográfica: el imbatible Charles Chaplin, el sorprendente Buster Keaton y el hoy prácticamente ignoto Harold Lloyd. El olvido, como suele suceder en estos casos, resulta imperdonable, sobre todo si se tiene en cuenta que, además de sus más de 200 películas, que lo convirtieron en el más comercialmente exitoso de su tiempo, Lloyd habría de ser también el más significativo del trío a la hora de definir los lineamientos de la comedia clásica (vale decir, del futuro del entretenimiento mundial).
En efecto, mientras que la producción de Chaplin se construye desde una estética absolutamente personal e intransferible, a mitad de camino entre el novedoso invento y el viejo teatro de vodevil, y el impávido Keaton tiene arranques tan radicales que no pocos aceptan clasificarlo del lado de las vanguardias (como hacían, ya en su época, los propios surrealistas), la comedia brillante de Lloyd establece los parámetros de todo aquello que de allí en más se entenderá por comedia visual en Hollywood: organización milimétrica de la acción, riguroso control del tiempo, invisibilidad del procedimiento, verosimilitud costumbrista en lo concerniente a personajes y decorados y, de manera fundamental, la aparición de un tipo cómico representativo del público medio estadounidense (que el cine se encargará de difundir como el prototipo del individuo de la clase media industrializada).
Para bien y para mal, desde 1917 la carrera de Lloyd estará indisolublemente ligada a ese personaje sin nombre, pero claramente identificable, al que dio forma en el cortometraje Over the Fence. Los anteojos de carey, el sombrero y un aspecto juvenil bastaron para convertirlo en el prototipo del buen muchacho estadounidense, voluntarioso y osado, aunque un poco tímido e inseguro, que auguraba la relativamente próspera década de los 20. A diferencia de las máscaras de Chaplin, un marginal inadaptado poco dispuesto a olvidar el pasado de miseria, y Keaton, un estoico destinado a fracasar en todos sus intentos de plegarse al sistema, Lloyd es el primero en imaginar un protagonista de comedia que al mismo tiempo sea un galán, un triunfador, tanto que Cary Grant, Jimmy Stewart e incluso Michael J. Fox y Tom Hanks bien pueden considerarse sus descendientes directos (así como Woody Allen sería un Keaton que intenta hacerse pasar por un Lloyd).
De esta forma, el prolífico y meticuloso Harold no sólo fue el primero en dar forma y establecer el timing exacto de gags visuales que de allí en más habrían de repetirse hasta el cansancio en la comedia industrial (como el de los oponentes masculinos que, creyendo aferrar la mano de la muchacha en disputa, en realidad, por detrás de su espalda, están estrechando las suyas), sino también quien hizo posible la posterior existencia de la comedia romántica, al construir un héroe de comedia del que las chicas (y sus madres) pudieran enamorarse. Paradójicamente –o no tanto, si se tiene en cuenta la incidencia de la moral puritana en la cultura estadounidense de la primera mitad del siglo XX–, en su vida privada Lloyd era el más monógamo y menos galante de los tres, especialidades en las que claramente llevaba la delantera el desaforado Chaplin.
Esta visionaria apuesta por convertirse en el héroe del ridículo resulta particularmente notoria en el tratamiento de la acrobacia. Mientras que el trabajo físico de Keaton y Chaplin encubre virtuosamente la habilidad de la estrella para que los personajes parezcan víctimas de la situación, Lloyd pone la técnica y la destreza en primer plano, convirtiéndolas en las insignias que ratifican la capacidad de su personaje de superar cualquier obstáculo e imponerse en cualquier situación, sin importar cuán descabellada fuera. Ya sea en los idílicos paisajes rurales de The Kid Brother (1927) o en la agitada pero estimulante vida urbana de El hombre mosca (1923), el triunfo del entusiasta joven de anteojos no tiene meramente que ver con salvar el pellejo, sino invariablemente con el ascenso social, el prestigio público y la celebración de un matrimonio satisfactorio (coordenadas que, hasta bien entrados los ‘60, dominarán la producción de Hollywood e incluso hasta hoy se repiten, apenas aggiornadas).
Para dar cuenta de su decisiva participación en la construcción del mito del éxito dentro de la industria cultural, basta un ejemplo peculiarmente obvio: en The Freshman (1925) el cómico representa a un joven ingresante a la universidad obsesionado por... ser popular (preocupación que tendrá oportunidad de satisfacer en un antológico juego de fútbol americano al final de la película, conquistando además a la chica). Para ser justos, cabe señalar que todas las películas de Lloyd terminan con un gag mínimo –un paso en falso, una caída– que para ciertos críticos vendría a poner en cuestión la avasallante mitología protestante celebrada en sus desarrollos. La idea es naturalmente discutible, y desde otra perspectiva bien puede argumentarse que tales chistes responden a necesidades formales antes que ideológicas, y que escasamente pueden unos pocos segundos revertir un contenido tan profusamente celebratorio. Aun así, resulta sorprendente cómo aun en este punto –la necesidad de complacer al más amplio espectro ideológico posible– el cine de Lloyd participa del establecimiento definitivo del estándar clásico de Hollywood, con toda su complejidad formal y su apabullante moralismo, durante los años ‘20.
Tras el estreno de Feet First (1930), todo parecía augurarle a Lloyd un tránsito exitoso al sonoro, pero la década del 30, sumida en la Gran Depresión, no tardó en mostrarse reacia o cuanto menos incrédula frente a la antes querida figura del entusiasta triunfador. Sus buenos reflejos lo llevan a realizar The Cat’s Paw (1934), comedia de crítica social voluntarista muy del gusto de la época, pero tras repetidos reveses y el fracaso de Professor Beware, en 1938, decide retirarse a la joven edad de 45 años. Su acertada intuición en todo lo concerniente a la industria no sólo se había manifestado en su clarividencia sobre el futuro del género; a diferencia de sus contemporáneos, Lloyd conservó los derechos de la mayoría de sus películas, por lo que pasó sus restantes 33 años de vida abocado a las más diversas actividades, desde la cría de perros y la fotografía estereoscópica de desnudos femeninos (posaron para él, entre otras, Bettie Page, Dixie Evans y Marilyn Monroe) hasta la continua redecoración de Greenacres, su excéntrica e imponente mansión de Beverly Hills. El mismo control le permitió negarse a que su obra fuese transmitida por televisión (detestaba la pantalla chica y las interrupciones que suponían las tandas comerciales), resistencia que tuvo mucho que ver con su olvido pero también con su afortunado redescubrimiento, en los últimos años, de la mano de las reediciones en dvd a cargo de su nieta. Desde entonces, el hombre que inventó la comedia industrial, tal cual la conocemos, con sus virtudes, con todos sus errores, ha vuelto a tropezarse en la pantalla para salir bien parado.
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