Nosotros versus ellos
En 2008 se celebró el 40º aniversario del Mayo Francés, se conmemoraron los 40 años de la masacre de Tlatelolco y se recuerda la Primavera de Praga. Pero en agosto de aquel año tuvo lugar también otra revuelta que no fue sólo encabezada por estudiantes, sino también hippies, parias, militantes de los derechos civiles, desertores del servicio militar y freaks. Aquellas jornadas, que empezaron como un recital y terminaron en
un enfrentamiento campal con la policía, cruzaron la frontera entre arte y política, aterraron a los medios de comunicación, culminaron en un juicio histórico a los “conspiradores” y dejaron efectos imborrables en la cultura norteamericana por venir: marcaron el comienzo del fin de Vietnam, la apertura del mundo académico a la comunidad negra, el cambio en la relación de la sociedad con la idea de pareja y la abolición del servicio militar obligatorio. Con cronistas de lujo como Norman Mailer y Jean Genet y participantes como William Burroughs, Allen Ginsberg y Timothy Leary, la llamada Conspiración de Chicago es la revuelta más harapienta, anárquica y olvidada de aquel memorable 1968.
Por Osvaldo Baigorria
No crezcas.” “No le creas a nadie mayor de 30 años.” Con nuevas consignas y gestos sobreescritos a los grafitis del Mayo francés, una revuelta menos difundida pero con efectos en las costumbres sacudió la ciudad de Chicago en 1968. No fueron sólo estudiantes sino también drop-outs, freaks, desertores del hogar, de la escuela y del servicio militar. Descalzos. Las uñas sucias, los pelos en desorden, las flores en la vincha, los colores de la guerra y de la paz escritos en el cuerpo. Los universitarios franceses a esa altura ya serían caretas del pasado ante estas otras multitudes desprolijas de batik y mostacillas. Que cantaban: “Vender marihuana es un acto criminal. La hierba tiene que ser gratis”. Así marcharon contra la policía de Washington en diciembre del ’67 y lo harían de nuevo contra la de Chicago ocho meses más tarde. Decenas, quizá cientos de miles. Mientras otros morían en Vietnam. “Seamos insensatos.” “Crecer significa abandonar tus sueños.”
La Conspiración de Chicago fue el nombre que los medios le dieron a esa marcha carnavalesca que uniría arte, política y contrapublicidad para enfrentar la convención nacional del Partido Demócrata en agosto del ’68. Este era el partido gobernante, pero con más de medio millón de soldados peleando contra el Vietcong y una creciente oposición interna a la guerra, el presidente Lyndon Johnson había retirado su postulación en las elecciones primarias y el vicepresidente Hubert Humphrey anunciaba su candidatura ese mismo año para enfrentar al republicano Richard Nixon. Estaba claro: ninguno de los candidatos le daría “una oportunidad a la paz”. En abril mataban a Martin Luther King en Memphis, y en junio a Robert Kennedy en California, momentos después de que éste se declarara triunfador en las primarias de ese estado.
De inmediato, los organizadores de la Movilización Nacional contra la Guerra (MOBE), una amplia coalición de grupos políticos y estudiantiles, se reunieron con nuevos actores de la protesta que habían llevado más de treinta mil personas a la marcha sobre el Pentágono en octubre de 1967. Chicos de clase media pero también negros de los ghettos, con el Black Panther Party acosado por el FBI y organizando milicias para defender los barrios pobres con las armas en la mano. Paz, amor y autodefensa: una mezcla impensada.
BOLCHEVIQUES PSICODELICOS
El movimiento había empezado a germinar en 1966, o quizás antes. El Summer of Love de San Francisco y las primeras protestas en la Universidad de Columbia prepararon el terreno para el ‘68 de la contracultura, la revuelta estético-política representada por el Living Theatre en su performance multimedia Paraíso ahora. Donde cantaba Jim Morrison: “We want the world and we want it... now!”. Un estado de ánimo capturado por el Youth International Party (YIP), el Partido Internacional de la Juventud fundado en diciembre del ‘67 en una reunión en la que participaron el poeta Allen Ginsberg y el psicólogo lisérgico Timothy Leary. Allí, Party no se traducía sólo como “partido” sino como fiesta, celebración, orgía. Y también como parodia a la idea de “construcción del partido” de la izquierda tradicional, reformista o extrema.
Los yippies eran filoanarquistas que tomaban iconos y etiquetas de la cultura de izquierda para provocar a la derecha: a veces se presentaban como maoístas, otras como guevaristas y otras como marxistas ácidos o bolcheviques psicodélicos. ¿Qué se proponen?, preguntaba el periodismo de la época. Respuesta: “Nuestra declaración de principios es una hoja de papel en blanco”. Era la parodia como expresión de deseos de otra modalidad de entrar a la acción política. El arte performativo y el lenguaje de la droga. El encuentro de la cultura lisérgica con la militancia antiguerra. “Fumar un porro es un acto sagrado.” En las manifestaciones ya circulaba gratis la maría y también las pepas de ácido. Se apropiaba el espacio público para happenings de masas, con un body art puesto en escena para las cámaras, con cuerpos desnudos, pintados, adornados de fiesta callejera, de murga contracultural. “No hagas nada que no sea para divertirte”. Y también: “Nuestra idea de la diversión es derrocar al gobierno”. ¿Era un chiste, un delirio, una boutade? Lo cierto es que el centro del imperio crujió por un momento, en el subsuelo se abrieron grietas y nadie quedó sin su fisura.
DROGADOS POR LA REVOLUCION
“Pondremos LSD en la red de agua potable de Chicago.” Más que consignas, eran guiños para entendidos que podían suscitar risas o críticas pero que varios periodistas de la prensa amarilla tomaron en serio: “¡Hippies drogados avanzan sobre Chicago!”. “¡Amenazan con poner ácido en las tomas de agua de la ciudad!”.
Las textos más delirantes provenían de los cofundadores del YIP, Abbie Hoffman (1936-1989) y Jerry Rubin (1938-1994). Ambos se conocieron en la intervención sobre la Bolsa de Comercio de Nueva York, en la que arrojaron billetes de dos dólares desde un balcón sobre los ansiosos agentes bursátiles, y en la marcha sobre el Pentágono del ’67, que Rubin pagó con treinta días de cárcel. Para la convención demócrata de Chicago, ambos planearon un megarrecital en el Parque Lincoln de esa ciudad que se llamaría simplemente The Life Festival.
El 23 de agosto de 1968, entre tres y cinco mil personas ya habían llegado con sus carpas y bolsas de dormir para el acampe cuando se enteraron que el alcalde de Chicago había ordenado que nadie podría quedarse en el parque después de las once de la noche. Y que seis mil agentes de la Guardia Nacional los esperaban para el combate. De todas formas, acamparon. Era la primera vez que aparecía tanta marihuana junta en manifestaciones antiguerra, con porros fumados en público en un reclamo tácito de despenalización y una afirmación del derecho al consumo sin pedir permiso a ningún Estado. Una hierba que se repartía gratis, que se cultivaba en casa, que era pura flor. Por eso: los niños de la flor. Y con ella, la estética de la alucinación: disfraces, tatuajes, pétalos contra los fusiles. Pero del otro lado no fueron tan amables.
La batalla duró siete días. Mientras los activistas más experimentados coordinaban las manifestaciones en torno del edificio donde se reunían los delegados demócratas, los yippies fogoneaban la terca estadía en el parque contra la policía que atacaba con gases y bastonazos a los que se resistían al desalojo. Finalmente, sólo Phil Ochs, The Fugs, Country Joe, los MC-5 y algunas bandas menores de la escena local pudieron tocar en el escenario improvisado en el parque sitiado. Una pancarta decía: “Vote a Nadie: Nadie legalizará la marihuana - Nadie combatirá la desocupación - Nadie retirará todas las tropas de Vietnam”.
STREET ART, POLITICA Y RESTAURACION
La marcha sobre Chicago dejó como saldo inmediato más de mil heridos y cerca de setecientos detenidos. A mediano plazo, fue el principio del final de la guerra de Vietnam, que se arrastró cuesta abajo siete años más, hasta 1975. También fue el golpe decisivo al servicio militar obligatorio, que sería suprimido por Nixon en el ’69. Sí, el mismo Nixon que finalmente ganó las elecciones apoyándose en la “mayoría silenciosa” que reaccionó contra la contracultura y votó republicano. Después de la fiesta libertaria, la restauración conservadora. Una reacción no calculada por la dinámica de la provocación, por esa ansiedad en diseñar actos para “asustar al burgués”. Porque a veces el burgués se asusta y exige más ley y más orden.
El ’68 norteamericano mostró un nuevo rostro de la revuelta, un ataque simultáneo sobre el aparato militar-industrial y sobre las estructuras de control mental, un cruce de límites entre la utopía de una sociedad no autoritaria y las visiones de una existencia vivida en éxtasis, en grado cero de intensidad. Como una performance masiva y espontánea, ese experimento pareció afectar a sus participantes mucho más que al resto de la sociedad. En ese improvisado laboratorio de street art y cambio existencial los resultados serían inferiores a las expectativas. Tal vez porque no todas las sustancias que alteran la percepción se acoplan fácilmente a la acción política, una obra que implica medición de fuerzas, alianzas, avances, retrocesos, golpes y negociación.
A largo plazo, la lista de cambios culturales atribuibles a ese año mítico incluiría la desjerarquización en la pareja y la familia, la incorporación de negros y otras minorías en el mundo académico, político, laboral y la (lenta) despenalización de sustancias hoy tan integradas a un vasto mercado mundial que a nadie se le ocurriría que puedan provocar una revolución. Y por cierto, el famoso “síndrome de Vietnam”, ese conjunto de signos antimilitaristas que hoy, aunque arrasado por el derrumbe del 11 de septiembre, permite a muchos activistas contra la invasión a Irak extraer inspiración de aquellas jornadas de hace cuarenta años. Acaso aquel espíritu de cruce de fronteras entre el arte y la política pueda ser leído como documento de época pero también como género literario, un texto escrito sobre cuerpos soñadores de una utopía de comunas libertarias donde todo el mundo pudiese vivir haciendo el amor y no la guerra.
¿Era demasiado inocente? ¿Era pedir lo imposible? Bueno, es lo que se puso en escena en Chicago en el ’68.
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