Esto parece el infierno
Alcohólico, bisexual, culposo, voyeur en la clase alta de los cócteles y las casas de verano, espía en la clase media de los suburbios, autodidacta, ajeno a la celebridad y el escándalo pero de una vida privada atormentada, admirado por sus colegas, subvalorado por el mercado, John Cheever era un escritor que, a casi treinta años de su muerte, esperaba una biografía que hiciera justicia a su vida. Finalmente, Blake Bailey publicó en inglés Cheever: A Life, un monumental trabajo para el que tuvo acceso a las versiones no depuradas de sus ya dolorosos Diarios. Mientras en Argentina vuelve a circular desde hace algún tiempo la totalidad de su obra, Radar se sumerge en las 800 páginas de la biografía (de improbable pero esperada traducción) y reproduce un texto inédito en castellano y recientemente recopilado en las obras completas norteamericanas.
Por Rodrigo Fresán
Ya existía una biografía del escritor norteamericano John Cheever publicada en 1988 y firmada por Scott Donalson, responsable también de una vida de Francis Scott Fitzgerald y de un ensayo sobre su “amistad peligrosa” con Ernest Hemingway.
Y lo cierto es que aquella John Cheever: A Biography no estaba mal y, además, tuvo el privilegio de ser la primera. Pero enseguida se supo que había sido elegantemente boicoteada por la familia de Cheever, que no facilitó papeles privados acaso temiendo que interfiriera con la publicación de los formidables Diarios del escritor y de volúmenes de cartas y memoirs de los herederos.
Ahora, más de veinte años después, con los cajones vacíos y plena colaboración de la parentela, llegan las casi 800 páginas de esta vida monumental y tristísima que se lee como una gran novela.
Y está claro que Bailey, quien hace unos años ofreció una excelente biografía de Richard Yates, otro escritor de la angustia epifánica y la melancolía eufórica, hizo muy bien su trabajo y nada hace pensar que vaya a hacer falta otro libro sobre las idas y vueltas de este hombre eufóricamente melancólico. Y queda claro también que la inicial versión de la historia de Scott Donaldson es un inofensivo musical de Walt Disney comparado con el sonido y furia y dolor y culpa que aquí ruge y susurra.
Abandonen toda esperanza lo que se atrevan a entrar aquí, porque aquí están todos y todo.
Los blues alcohólicos de un bisexual culposo, el orgullo de un genio autodidacta, las humillaciones de alguien que casi hasta el final fue considerado apenas “un escritor para revistas”, el hombre que amaba pero no podía soportar a los suyos (en especial a su alguna vez idolatrado hermano, y todo parece indicarlo, primer amante), el fabricante en serie que despreciaba sus cuentos perfectos mientras soñaba con la perfección de novelas consideradas siempre imperfectas por los adoradores de sus cuentos perfectos, el falso aristócrata hijo de una familia humilde, el eternamente expulsado, el celoso del éxito de sus colegas, el nudista serial en piscinas propias y ajenas, el celoso amante siempre en celo, el sátiro fantaseador y romántico, y el extraviado que confesaba a las páginas de su diario que “No nací en una verdadera clase social, y desde muy pronto tomé la decisión de infiltrarme en la clase media como un espía para poder atacar desde una posición ventajosa, sólo que a veces me parece que he olvidado y tomo mis disfraces demasiado en serio”. Y, demasiado cerca del adiós, finalmente, el hombre que muere respetado y celebrado y admirado por colegas y lectores pero, aun así, insatisfecho y dolido.
Y aquí están también las reveladoras y hasta ahora desconocidas “confesiones” (Bailey es el primero que tiene acceso a la totalidad de los diarios, constantemente citados y alcanzando en este libro una voz cheeveriana y narradora, como la de sus mejores relatos) así como las muchas y sorpresivas revelaciones: los Cheever se mudaron a una casa en la que alguna vez vivieron el joven Richard Yates y su casi alucinada madre; un difuso affaire de Cheever con Harold Brodkey; la suegra de Salinger fue baby-sitter de los hijos de Cheever; la relación amor-odio con John Updike (quien firmó la única reseña no del todo favorable de Cheever: A Life, publicada de forma póstuma en The New Yorker); la tremenda historia del joven mormón y aspirante a escritor Max Zimmer, amante casi “oficial” durante los últimos años de Cheever; el modo en que William Maxwell “estafó” durante años a Cheever pagándole mucho menos que a otros escritores de The New Yorker como Shaw y Updike y Hazzard, siendo la clínica exploración de esta “amistad” hasta ahora legendaria y desmenuzada por Blakey en todo el esplendor de sus perfiles sadomasoquistas y pasivo-agresivos uno de los puntos más fuertes y apasionantes de Cheever: A Life.
Y, sí, Bailey siguiendo a Cheever luego de haber alcanzado a Yates parece haberse especializado en contar vidas muy sufridas. De hecho, ése es uno de los peros que Updike le pone a Cheever: A Life: el ser una virtual avalancha de momentos duros y vergonzantes y desesperanzados a los que ni siquiera las ciento y algo de páginas finales en las que Cheever “triunfa” públicamente parecen redimir o iluminar. Updike está en lo cierto, pero así es la vida y así fue la vida de Cheever. Un poderoso hombre débil que aun en la más oscura noche del alma encuentra la fuerza para admirar la lluvia, la luz, la capacidad salvadora de la literatura y quien, de algún modo, se sabe dueño justo de la prosa más exquisita entre los escritores de su generación y, si nos ponemos audaces pero no por eso imprudentes, practicante, línea a línea, de la escritura más elegante y encendida en toda la historia de las letras de su país.
Y el libro de Bailey, que cierra con un capítulo sobre el actual estado de las cosas con la mala nueva de que Cheever, una vez más, vuelve a ser muy poco leído en su patria y, a diferencia de lo que ocurre en el extranjero, poco considerado por los jardineros del canon, viene acompañado por la buena noticia de la tardía pero más que merecida entrada de Cheever en el cielo de la inmortalizadora The Library of America.
Allí, a partir de ahora, yacen inquietos dos paradisíacos volúmenes también supervisados por Bailey, suyas son las notas y la cronología conteniendo uno de ellos sus cinco novelas (Crónica de los Wapshot, El escándalo de los Wapshot, Bullet Park y Esto parece el paraíso) mientras que otro cobija buena parte de su obra cuentística (incluyendo tanto al ya legendario “Big Red Book” The Stories of John Cheever, publicado en nuestro idioma como Cuentos 1 y Cuentos 2 así como textos jamás recopilados hasta ahora en forma de libro). Y la verdad que el completista obsesivo esperaba un poco más de este segundo tomo, ya que los materiales “nuevos” (entre los que se incluye el epifánico ensayo sobre la mudanza a los suburbios, territorio que no demoraría en ser considerado el “Cheever’s Country” y que el autor elevaría a incumplidora Tierra Prometida en relatos clásicos como “El marido rural” o “El nadador” entre otros) no son abundantes. De acuerdo, hay varios ensayos poco conocidos (como la soberbia conferencia “The Melancholy of Distance”, donde Cheever recuerda una visita a la casa de Chejov en Yalta o el “What Happened” donde se evoca la génesis de Crónica de los Wapshot) y otros tan clásicos (el breve pero firme credo estético de “Why I Write Short Stories”), pero uno se queda con ganas de curiosear la entrevista que le hizo a Sophia Loren o sus artículos de viajes para Travel & Leisure. Y la frustración es mayor a la hora de los relatos dispersos. Uno fantaseaba con la publicación total del material no recogido (más de setenta relatos dispersos, ésa era la idea del jurídicamente cancelado The Uncollected Stories of John Cheever de finales de los años ’80) y lo que aquí se rescata es, apenas, catorce cuentos. Y, de acuerdo, está ese perfecto debut que es “Expelled” (en el que un Cheever de dieciocho años narró la expulsión de su colegio) pero dónde está el tardío y experimental “The President of the Argentine” (donde Cheever parece burlarse de Bathelme, Barth, Coover & Co. a la vez que demuestra que él, supuesto conservador, siempre fue el más vanguardista de todos).
Pero, claro, todas éstas son falencias que podrán resolverse en un tercer tomo de la Library of America.
Mientras tanto y hasta entonces, disfrutar y sufrir con lo mucho que hay aquí: la odisea de un inmenso artista con complejo de inferioridad, la trayectoria de un gigante atormentado por su baja estatura pero aun así orgulloso de ser “un CHEEVAH” que, como ese poeta italiano que tanto le gustaba citar con pésimo acento y botella de gin en la mano, descendió a los infiernos por el solo placer de, al final del viaje, alcanzar el paraíso y contemplar y describir, emocionado, las estrellas. Y como el fugitivo Ezequiel Farragut al final de Falconer decirse y decirnos “Alegrémonos”.
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