jueves, 16 de abril de 2009

LAS INCREIBLES AVENTURAS DE ALAN COURTIS EN EL POLO NORTE



Ultimo scooter a finis terre

El ex integrante de Reynols fue uno de quince participantes, y el único de América, en viajar al archipiélago noruego de Svalbard para tocar en las ciudades más al Norte del mundo, dentro del círculo polar antártico. El nombre de la travesía lo dice todo: Super Ultra North of Everything Project. O sea, Proyecto Super Ultra al Norte de Todo.

Por Roque Casciero

Que un músico como Alan Courtis describa a un festival como “el más experimental de todos” y a su experiencia en él como “la más extrema” de su vida marca el territorio. Al fin y al cabo, Courtis fue parte de Reynols, la banda liderada por el baterista con síndrome de down Miguel Tomasín, que publicó un CD “desmaterializado” (adentro de la cajita no había disco), entre otras rarezas. Tras la separación de ese trío, Courtis no se quedó quieto: un par de veces por año sale de gira por todo el mundo, graba junto a leyendas de la música de improvisación y publica sus discos en sellos de los más recónditos parajes del planeta (entre otros, grabó uno con una guitarra sin cuerdas). Por eso, si él dice lo del principio, hay que prestar atención. Y cuando revela que el festival en cuestión se llamó Super Ultra North of Everything Project (Proyecto Super Ultra al Norte de Todo), el interés crece: Courtis fue uno de quince participantes, y el único de América, en viajar al archipiélago noruego de Svalbard para tocar en las ciudades más al Norte del mundo, dentro del círculo polar antártico.

En sus constantes viajes por el mundo, Courtis ya había estado cinco veces en la Noruega continental, y se había enfrentado a temperaturas de -20 grados, pero nada lo había preparado para la experiencia de viajar diez horas en un scooter, con cinco capas de ropa y tres pares de guantes, en plena tormenta de nieve, con -35 grados y una visibilidad de cinco metros. “Todavía estoy volviendo un poco y no sé bien cómo explicar lo que me pasó allá...”, recuerda. ¿Cómo explicarse que es él mismo quien se ve en las fotos que pasan en la notebook, si en este otoño porteño –en el que hace click para volver a ver esos paisajes azules– las tardecitas son calurosas? “Es como salir del planeta, como enfrentarse a otra forma de civilización”, intenta Courtis. “Ahí se lleva todo al extremo, estás casi al borde de una no-civilización, y al borde de las posibilidades físicas. Pero, la verdad, la experiencia valió la pena.”

Todo comenzó mientras el músico experimental se encontraba de gira por Europa: hizo treinta conciertos en Holanda, Alemania, Suiza, Francia, Inglaterra, Escocia y Bélgica. En el trayecto, un grupo de noruegos lo invitaron a participar del festival más nórdico del planeta, una experiencia que jamás se había dado antes. Courtis estaba en Bruselas cuando le llegaron los pasajes con destino a Oslo. Desde allí debió volar hacia Tromso, una de las ciudades más al norte de la Noruega continental, y desde ahí a Longyearbyen, la ciudad más poblada del archipiélago de Svalbard. No hay vuelos todos los días, los aviones tienen robots que le echan anticongelante a las alas y, por supuesto, la pista de aterrizaje está cubierta de hielo. Porque el festival se hizo durante los últimos días del invierno, para colmo. Entonces, la única forma de moverse al aire libre era ponerse un traje térmico “como de astronauta” con cinco capas de ropa debajo (camisetas de frisa, pulóveres, camperas), tres pares de medias bajo las botas, una máscara “de terrorista” y antiparras. Pese a eso, a Courtis le quedaron escaras en la nariz. “Es que andando a 70 kilómetros por hora a 30 grados bajo cero se te congela el aliento”, asegura.

Pese a que el archipiélago de Svalbard está bajo la soberanía de Noruega, otros países pueden instalar ciudades. Los únicos que lo hicieron fueron los rusos durante la era comunista: construyeron Barentsburg y Pyramiden, dos enclaves mineros para sacar carbón. La primera de las ciudades, donde viven unas 400 personas, fue el último destino de los músicos/aventureros, pero antes les tocó visitar la que le debe su nombre a un pico cercano con forma de pirámide. A mediados de los ‘90, el gobierno ruso decidió abandonar la ciudad y desde entonces sólo quedan cuidadores. De más está decir que en todo el archipiélago no se recuerda la presencia de un sudamericano, sea músico experimental o no.

“A pesar de que llegamos a Longyearbyen a la medianoche, tuvimos que levantarnos a las 8 de la mañana para preparar todo para el viaje”, narra Courtis. “A Pyramiden fuimos nueve personas en siete scooters: cinco músicos, tres de la organización (uno con un Mauser, porque en la región hay osos polares de 700 kilos) y un guía, porque no es una trayectoria que puedas hacer solo. Nuestro guía, Vadim, era un ruso que solamente habla en ruso y noruego, pero de alguna forma nos comunicábamos. El andaba con un casco como de bombardero, era muy gracioso. Y un tipo increíble que manejó muy bien al grupo, porque no sabés lo que puede pasar en esa situación. Ahora Vadim usa un GPS, pero durante muchos años hizo el viaje ‘a ojo’.” Los preparativos para la primera expedición en scooter duraron más de una hora: sobre los trineos que iban como “acoplados” había que poner un generador eléctrico, instrumentos y equipos, pero muy asegurados porque un movimiento en falso durante el trayecto era equivalente a un palo importante. Courtis: “En los pasajes más fáciles manejé el scooter, cosa que nunca había hecho en mi vida. Había partes que eran realmente difíciles, porque no es todo plano, hay que subir montañas y cruzar lagos congelados. El que manejaba en mi scooter era Odd Geir, un cineasta noruego que fue el director de fotografía de David Lynch en Inland Empire. El, que tiene más de 70 años, gran sabiduría y un espíritu increíble, filmó todo para hacer un documental”.

Pyramiden, como se dijo, está abandonada y sólo hay energía eléctrica en el garage. En medio de la iconografía soviética del interior de ese lugar, un reloj anuncia que siempre son las 4: el mecanismo se congeló y se rompió. Adentro del garage la temperatura es casi igual a la del exterior, pero hay dos casillas calefaccionadas: en una pararon los músicos, en la otra viven los tres cuidadores y su gato. “(La artista británica) Kaffe Matthews fue la primera mujer que veían en mucho tiempo y estaban un poco alborotados. Ella fue muy cortés y se despidió muy afectuosamente, tal vez para darles alguna esperanza sobre el género femenino, pero igual... ¡estaba con todo el traje puesto!”, se ríe Courtis. No daban muchas ganas de ir al baño, que quedaba en el exterior, pero adentro de la casilla estaba relativamente cálido y había que sacarse parte del vestuario.

El paisaje es el de “un sitio perdido en el tiempo y el espacio, una ciudad fantasma congelada”, dice Courtis. “Lo que queda del comunismo soviético está hibernando ahí. ¡Tal vez la próxima revolución salga de Pyramiden!” Como el grupo llegó de noche (a las 14 empieza a anochecer), mover los bártulos hasta la pileta olímpica cubierta no fue sencillo. Para colmo no había más luz que la de una linterna, porque las lámparas que habían llevado se habían quebrado por la temperatura. Por eso, la primera performance conceptual de Courtis fue dejar su guitarra eléctrica y su Marshall durante toda la noche en ese centro de deportes abandonado. “En parte, la idea era tocar para los fantasmas de esa ciudad. Cada uno podía hacer la performance que quisiera. Había momentos en que dudaba: qué estoy haciendo acá, qué pasa si viene un oso polar, qué pasa si se pierde el guía... Normalmente volvés sano, pero estás al límite. Y el festival es al límite. Pero toda la gente que estuvo se arriesgó: valían más las ganas de visitar un lugar así que la seguridad y el confort”, afirma.

Después de pasar la noche en una bolsa de dormir, junto a otras ocho personas en una casilla de dos habitaciones, Courtis descubrió que no podían salir: la nieve acumulada trababa la puerta, así que tuvieron que palear un buen rato. Todo para salir al paisaje blanco, apenas interrumpido por la cantina, la grúa, la casa de la cultura, los edificios donde vivían los trabajadores y la estatua de Lenin. “Todo está como si lo hubieran metido en un freezer”, grafica el músico. Finalmente, su performance fue en la pileta: tocó la guitarra a 24 grados bajo cero, con dos pares de guantes puestos. “La idea era ver qué se podía hacer con eso, porque no se podía tocar normalmente, entonces había que descubrir qué técnica se podía aplicar para hacerlo a esa temperatura. Los cables de la guitarra estaban completamente rígidos...”

El regreso a Longyearbyen fue más complicado que el viaje de ida: como nevaba, la temperatura había subido a 10 grados bajo cero, pero eso hacía que el piso (que por momentos era un lago congelado) estuviera más blando. Cuando tuvieron que atravesar las montañas, los scooters se les atascaban, y Vadim volvía puteando en ruso. “A veces estábamos diez minutos levantando a mano los scooters hasta ponerlos sobre algún lugar donde no giraran en falso para que pudieran arrancar”, recuerda Courtis. “Un scooter casi se hunde en el lago, porque había una parte que se había descongelado. Uno de los músicos se mojó la pierna y lograron sacarlo, pero no sé cómo íbamos a sacarlo si se caía. Pero el tema más complicado para manejar son las subidas, porque podés darte vuelta. Nos caímos dos o tres veces, y eso que el que manejaba sabía.” En las partes del camino donde se veía más o menos bien, los visitantes se cruzaron con focas y con un barco holandés encallado: sus tripulantes viven en medio del hielo durante un par de meses, hasta que pasa el invierno y vuelven a navegar.

Después de doce horas de viaje en scooter, con los cuellos doloridos por el rebote de los vehículos y los brazos agarrotados por sostenerse, los aventureros llegaron de vuelta a Longyearbyen, la única ciudad noruega del archipiélago. “¡No puedo ni empezar a explicar la alegría que me dio volver a ese hotel!”, se emociona Courtis con el recuerdo. Pero no hubo tiempo para que descansaran demasiado: al otro día la caravana partía rumbo a Barentsburg. “Por suerte, el viaje era mucho mejor, al costado de unos fiordos preciosos, y había una especie de señalización, así que era como más un camino”, continúa el ex Reynols y actual integrante de Ül. “Los paisajes eran increíbles, a cada minuto cambiaban los colores, según como diera la luz.” De todos modos, sacar fotos también era complicado: la baja temperatura hacía que después de dos o tres tomas la cámara indicara que no tenía más batería. Finalmente se dieron cuenta de que había que ponerla adentro del traje térmico un rato y volvía a funcionar.

En la ciudad –también con arquitectura soviética, pero con actividad– viven unos 400 mineros. Cuando llega el verano y el deshielo del mar, los barcos se llevan el carbón. “La gente viaja ahí a trabajar: van a la mina, vuelven a la noche, se toman unos vodkas y a dormir. La vida es eso para ellos”, explica el músico. “Hay un hotel que quedó anclado en los ‘60, un monumento al carbón y un teatro con estética viejísima, pero muy cuidado, que se usa para eventos. De hecho, cuando tocamos había gente, entraban y salían. Les explicaron que era música de improvisación y nos escucharon muy respetuosamente. Después hablamos con algunos que vinieron al hotel; unas chicas rusas me pidieron que nos sacáramos una foto, supongo que les resulté muy exótico. Hicimos dos conciertos, formaciones de dúos, tríos y finalmente todos juntos. Ahí toqué la guitarra con una antena de televisor y unos tenedores rusos sacados del hotel.”

El segundo regreso a Longyearbyen fue tranquilo, pero no hubo shows en la ciudad: a los rusos les había interesado el proyecto más que a los noruegos. Después de brindar con champagne ruso junto a sus compañeros de aventura –incluso había dos personas que fueron en carácter de “público”–-, Courtis emprendió un maratón de vuelos que lo trajo a Buenos Aires. Y ahora, mientras prepara nuevos proyectos (ver recuadro), todavía trata de explicarse su experiencia en las cercanías del Polo Norte. “Fue increíble porque uno está completamente alterado como ser humano: te sacan de tu hábitat y estás como si te llevaran a la Luna, te sentís distinto físicamente con toda esa ropa, y el paisaje es casi de otro mundo... Lo musical fue casi una excusa: la idea del proyecto era principalmente llevar artistas a este lugar remoto. Y por supuesto después de viajar horas en una caravana de scooters a 30 grados bajo cero, con un guía ruso y un hombre armado con un rifle por si aparece un oso polar, la experiencia humana es mucho más fuerte que todo lo que puedas llegar a tocar.”

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